El castillo que se asomaba al mar

Por Orlando Tunnermann









Diandraalbergaba la esperanza de que su padre retornara laureado y glorioso de allende los mares, invicto en su épica liza contra las huestes de la bellísima sirenaVrasylia.Cada mañana imploraba ala Lunay a sus amigas, las centelleantes estrellas, que le otorgara sabiduría y arrojo para combatir y derrotar a las engatusadoras y pérfidas sirenas.Desde la azotea del inexpugnable castillo que se asomaba al mar podía escuchar su canto melifluo e hipnótico, que alienaba el juicio de los marineros y hacía zozobrar buques, navíos, galeones y bajeles...Cientos de barcos se habían ido a pique, subyugados por los dictados insidiosos del canto arrullador de los mitológicos seres marinos.Millares de odas relataban sus aviesas martingalas y asechanzas... millares de elegías se habían escrito para narrar pavorosos acaeceres de marineros fogueados que habían acabado sus días en abisales gargantas oceánicas, seducidos por el canto de las sirenas, conducidos a una muerte segura, adormecidos e ignorantes de su infame hado.Diandrasoñaba con ser como su padre, algún día, cuando creciera y se hiciera mayor.Algún día sería como él, aguerrida e invencible, temida y respetada, venerada y conocida allende los mares y las tierras que se extendían más allá de los reinos deCaprilia y Virgós.Corazón de niña, espíritu envalentonado y maduro,Diandraescudriñaba entre las olas en pos de sus futuras enemigas.No las temía. Su padre,el rey Dédrik,le había revelado su secreto:"Ningún daño podrán las sirenas infligirte si al cruzarte con ellas cierras los ojos y te taponas los oídos para no escuchar su canto".Con el infante y medrosoKarpin, su hermano menor, practicaba ataques letales con ramas de roble nudosas y alargadas a modo de floretes.Su pusilánime contrincante contrarrestaba los fatídicos embates de esgrima con un rudimentario y zarrapastroso escudo de trapo, que no era otra cosa que un sombrero cuadrangular que le había regalado años atrás el priorMordock.Cesado el fragor de la contienda, acababan riendo a carcajadas mientras oteaban el mar añil, abrazados como viejos camaradas, en el castillo que se asomaba al mar, erigido sobre elBarranco de la locura.Su madre, Silvarnia,le había contado a la pequeñaDiandraen una ocasión el origen de tan horripilante ficha bautismal.Al parecer, cientos de hombres se habían arrojado desde las alturas, enloquecidos, al escuchar el canto de las sirenas.De ello, si acaso llegó a acaecer alguna vez, hacía más de 3 siglos. No había nada que temer, pues nadie podía aseverar de una manera fehaciente si la escabrosa leyenda no era más que verborrea gratuita y falaz, transmitida de padres a hijos durante generaciones.Diandra,en todo caso, se crió con el convencimiento y el temor a enloquecer o envilecerse, tornarse maléfica o completamente lunática, y, como aquellos desdichados, acabar arrojándose contra las mortíferas rocas afiladas que reptaban, apiñadas, a los pies del castillo que se asomaba al mar.El Barranco de la locura...Se le antojaba un nombre horrendo e invocador de profecías malditas. Ella prefería denominarlo simplemente: "Farallón del castillo que se asoma al mar" o "Castillo que se asoma al mar del rey Dédrik".Una noche deLuna llena, mientras dormía junto al rubísimo y pecosoKarpinen la instancia de los infantes, decorada íntegramente con estampados de unicornios malvas y tulipanes amarillos, se levantó del lecho la pequeñaDiandramuy sobresaltada al escuchar el inequívoco rugido de unos cañones cercenando la serenidad del ocaso.El fragor de una cruenta batalla se fraguó en su mente volatinera:" Su padre, con los ojos vendados y los oídos taponados, ponía en jaque a las sirenas por medio de su endiablada destreza con la espada"."Desde la orilla del mar, sus leales soldados defendían el baluarte inexpugnable haciendo uso de bayonetas, mosquetones, cañones, sables, espadas, dagas y alabardas..."Diandradio un brinco y se erigió sobre el suelo alfombrado, donde redundaban nuevas escenas mitológicas de unicornios malvas que contemplaban al observador desde una tundra invernal.Su hermanoKarpinmusitó palabras inconexas que aDiandrale sonaron a anatemas infames.A la carrera, en camisón, descalza, atravesó larguísimos corredores lóbregos y, en cuclillas, penetró en la inmensa armería.Siempre quedaba fascinada con la ingente recolección de armaduras, escudos, lanzas y espadas allí dispuestas, esperando el momento de ser convocadas al encuentro de nuevas conflagraciones entre ejércitos rivales.Tomó entre sus manos la míticaespada de Hera,que la duplicaba en tamaño y era tan pesada que apenas podía levantarla.Aún así, contumaz e infatigable, la arrancó de su pedestal tras una hermosísima vitrina translúcida y la sacó de la imponente sala, arrastrando la hoja como si fuera una prolongación de su propio cuerpecito menudo.El estruendo de la batalla inundaba sus sentidos.Su padre se sentiría muy orgulloso de ella cuando la viera aparecer, preparada para combatir, luchando a su lado con la mítica espada de Hera, convirtiéndose aquella noche mágica en precoz heroína, forjadora de su propia leyenda, que sería evocada durante siglos por venideras generaciones.La travesía hasta la orilla del mar fue para la resolutaDiandraextenuante y febril, pues debía descender a través de una serpenteante y escarpadísima rampa conformada por más de 1000 escalones, portando el lastre de la formidable arma.Con la lengua fuera, jadeando, desfallecida por el ímprobo esfuerzo realizado, con las plantas de los pies desnudas y llagadas, arribó finalmente a la playa.La escena que contemplaron sus ojos esmeraldinos no se borraría de su mente jamás a lo largo de sus 103 años de vida.Su padre, junto a un nutrido batallón de soldados y próceres, celebraba una cordial asamblea de paz y buena voluntad con un reducido séquito de sirenas, acostadas junto a la orilla del mar.Los estruendosos bramidos de los cañones que había escuchado, que había imaginado como pavoroso testimonio de una épica batalla naval, no eran sino salvas honoríficas.El atronador estrépito entreverado con aullidos confusos de algarabía, que había imaginado como la sinfonía de un combate a muerte, tan sólo obedecía a la alharaca jubilosa de los integrantes de aquel concilio inesperado, furtivo y clandestino.Diandra observó a su padre, totalmente azarada y abochornada. Temía en cualquier momento el estallido brutal y descarnado de su cólera, al sorprenderla en camisón, descalza, avergonzándole delante de aquella gente tan preeminente, portando consigo la mitológica espada de Hera, que había usurpado sin su permiso.Aventuró una disculpa.-"Padre... creí que estabais en peligro... yo... lo siento.Durante unos instantes nadie habló. La atmósfera reinante se tornó álgida y despedazadora, como dotada de dientes de sable y guadañas en sus mandíbulas depredadoras.Entonces, un brillo jocundo asomó a los ojos cobaltinos del monarca y esbozó una sonrisa complaciente.- "Puedes marchar tranquila, mi bella y precoz guerrera-Le habló con ternura-"Hemos firmado la paz con las sirenas, y por tanto quedan suspendidas las hostilidades entre nosotros. Las sirenas sólo pretenden proteger su hogar, lo mismo que hacemos nosotros con los nuestros. Tan sólo reivindican con justicia y honor que no lo contaminemos y lo respetemos, que no vuelvan a ser sus aguas escenarios de masacres navales. Ahora ve, Diandra, reúnete con tu hermano Karpin. Es tarde, ahora debes dormir, mi hermosa y precoz guerrera..."Vrasylia, Sílfide, Frexia, Nereida, Zalennia y Nubídice,la eximia comisión de sirenas que ahora se tornaban amigas y aliadas, contemplaron como se alejaba aquella muchachita valerosa, arrebolada y exhausta, arrastrando una espada formidable que le duplicaba en tamaño.A los pies del castillo que se asomaba al mar, humanos y sirenas firmaban la paz y juraban salvaguardar el hogar de aquellas prodigiosas criaturas mitológicas.