Cuando llegas a Castro Urdiales te encuentras con una imagen de postal presidida por la iglesia de Santa María de la Asunción, el castillo faro y las hermosas casas que envuelven a la bahía. Pero si miras hacia el sur divisarás una costa agreste rematada por un montecillo con el nombre de Cotolino.
Este promontorio rocoso era en mi infancia la barrera que separaba la civilización de la pura naturaleza. Se convertía para mí en las puertas del campo y de la aventura.
Lo recuerdo muy bien; cubierto de hierba, prácticamente pelado, fruto de la presión brutal de cabras, ovejas y vacas. Y de los incendios sin control para generar de nuevo hierba para cabras, ovejas y vacas.
El ganado se fue, también los paisanos. Los campos se convirtieron en urbanizaciones y la hierba en jardines, piscinas y pistas de tenis. El montecillo de Cotolino sobrevivió entre amenazas y presiones urbanísticas. Hoy me recuerda a una isla desierta y verde rodeada de un mar de hormigón.