La "política familiar" del catolicismo constituye, como se ha comentado con frecuencia, un riesgo para la población de muchos países: por un lado, su rechazo a los preservativos resulta inasumible en regiones, como el centro y el sur de África, donde las formas de transmisión del VIH son tan diversas que ni siquiera una sexualidad "idealmente cristiana" (completa y exclusivamente monógama) basta para prevenir muchos contagios entre cónyuges; por otro lado, el rechazo de los anticonceptivos y la defensa de una sexualidad encaminada a la reproducción supone un lastre continuo para grandes sectores de población con escasos ingresos (en especial en aquellos países donde los servicios estatales de asistencia apenas existen).
Estos argumentos serían, de por sí, pertinentes para considerar la política sexual del catolicismo como un error de consecuencias sociales y geopolíticas. Ahora bien, no son pocos quienes, desde ciertos sectores tradicionalistas, defienden una especie de familiarismo de élite: aquellos que tengan rentas más altas deberán contribuir a "la causa" católica teniendo el mayor número posible de hijos. Su axioma -adoptado también por otras familias pudientes, aunque no siempre religiosas- es claro: "puedo tenerlos porque puedo mantenerlos". Es en ese punto donde se revela claramente el carácter insolidario de este catolicismo institucional: pueden mantenerlos, pero ¿puede mantenerlos la sociedad?
Como han indicado numerosos estudios -conviene acercarse al libro de Carlos Taibo En defensa del decrecimiento-, nuestro ritmo de consumo ya es inviable en la actualidad, pero aumenta su capacidad destructiva si se tienen en cuenta las previsiones poblacionales. Según estimaciones de la ONU, la población mundial en 2050 rondará los 9.700 millones de personas; teniendo en cuenta, por ejemplo, que, para su alimentación (en un país rico), una persona requiere, de media, dos hectáreas de tierra, esta población mundial necesitaría 18.400 hectáreas - aunque nuestro planeta sólo dispone de 13.000.
Bastan esos cálculos para comprender qué trasfondo posee esa moral natalicia del catolicismo (y de casi toda la sociedad capitalista): si los puedo mantener (yo) no importa que (otros) no puedan mantenerse; si los puedo mantener (yo, ahora) no importa que (otros, en el futuro) no puedan mantenerse. Por lo tanto, lo que debería esperarse de gobiernos responsables en este momento no es tan sólo una incitación al decrecimiento en el consumo, sino también una mejor conciencia del riesgo que conlleva la natalidad. Sin embargo, la mentalidad católica encuentra en esta defensa de lo inviable un apoyo inesperado: el concepto occidental de Estado-nación, para el cual, como señaló Agamben, los nacimientos constituyen un patrimonio; desde este planteamiento, en suma, el nacimiento es una seguridad, porque cualquier descenso exigiría la inmigración de individuos y, en consecuencia, la posibilidad de poblaciones más diversas étnica y lingüísticamente.