El hombre, que simplemente quería cazar, aquél año se le presentó que no llegaría demasiado lejos en sus propósitos. La gente del pueblo, le conociera al ser alguien habitual en la zona.
Su estancia durante el periodo de caza, tuvo inició en primavera. El tener a su disposición una plantilla de veinte trabajadores, permitía tener bastante tiempo libre. Y sumado al no tener esposa ni hijos, todo a conjunto hacía que se permitiera el lujo de dedicar más tiempo a la caza.
Como era costumbre hacer, se tomaba unos días para investigar la zona de caza, para saber cuántos animales podrían haber ese año. Pero de haberse fijado más detenidamente, abría advertido que los animales estaban distintos aquélla ocasión. No lo advirtió porque, no prestó suficiente atención, dejándose llevar por el resultado que cada año obtenía.
Una noche, mantenía la mirada en todas partes estando en su puesto de vigilancia a varios metros de la casa, disfrutando mientras tanto del clima que se respiraba en el ambiente. Una agradable mezcla de frío y calor. Fue entonces, cuando se escuchó alzar el vuelo de una bandada de pájaros. Los cuáles, sin él saberlo, se lanzaron encima suyo. Con intenciones suicidas o asesinas. Para la suerte del cazador, quedó en susto, que le dio un vuelco al corazón e hizo a su vez, quedarse sin respiración varios segundos. Ahora, los restos de esos pájaros pasaron a formar parte del puesto de vigilancia, entre sangre, plumas y picos.
Ese fue el primer aviso que recibió el cazador, aun desconociendo el motivo. Hubo un detalle, fuera del alcance de él, que fue los ojos inyectados en sangre y locura de aquellos pequeños animales. Aquella escena, ya pasada desde hacía unos días, quedó en el olvido con rapidez.
Tuvieron que pasaran varios días para la llegada del segundo aviso.
Una tarde soleada y con leve viento fresco, acompañaban al cazador hacía el puesto de vigilancia, cuando ocurrió. Faltaban cuatro o cinco metros para alcanzar las escaleras del puesto, cuando un par de ciervos, en embestida, se abalanzaron sobre el hombre, haciéndole caer por el impacto y del sobresalto. Al girarse él en dirección a los animales, con un herida en la sien izquierda y con un par de hilos de sangre cayendo por sus mejillas, pudo ver los oscuros ojos de esos animales. Ojos inyectados en locura. Ojos acompañados de una boca que escupía espuma, y sacada de las peores historias de horror.
Con la mirada fija en los animales, dudaba entre tratar de subir por las escaleras del puesto, o por el contrario, quedarse dónde estaba. No hizo falta decidirlo, ya que los ciervos se fueron como se fueran al trote como si se encontraban en alerta.
Finalmente solo, rodeado de la vegetación y de un sol que se desvanecía, quedó sentado con lágrimas que le caían por el rostro sin generar en él ninguna respuesta. No pudo moverse del sitio durante un largo rato, del shock que le provocó el ataque. Cuando pudo levantarse, salió corriendo a la casa. Supo que no volvería a ir al puesto de vigilancia.
Se confino en el salón durante una semana. No se atrevía a salir fuera. Le provocaba miedo.
Una mañana, casi entrado el mes de julio, habiendo transcurrido otras cuatro semanas más, se levantó de la cama, vistiéndose seguidamente y al bajar a la planta baja, salió al porche, cosa que hizo de manera inconsciente. No supo que lo hizo hasta estar con la puerta abierta detrás suyo.
Sin reacción alguna. Se podía respirar calma. Con ello pudo atreverse a salir, al principio lentamente.
Al situarse nuevamente en el porche, con el sol de la mañana golpeándole la cara, vio aparecer con unos movimientos silencios, rápidos y ágiles a una ardilla de colores blanco y marrón. Hombre y animal, se miraban fijamente, la ardilla con curiosidad y el cazador con asombro.
Una segunda ardilla, tal como la primera, se situó al lado de su amiga. Y le siguió en pocos instantes otra más. Una a una se fueron reuniendo más ardillas, hasta ser cerca una veintena. Todas eran iguales a la primera de todas las ardillas. Pero mientras se las miraba, pudo ver el cambio de aquellos pequeños animales. Sus miradas, pasaron de ser curiosas a algo extraño —¿locas?—. Repentinamente, gruñían, o por lo menos lo intentaban. El tercer aviso.
Las ardillas esperaban, mostrando una extraña agresividad. Dejaron ver esa agresividad en sus acciones. Con unos pasos ágiles y rápidos, cayeron encima del hombre, quién no tuvo tiempo ni para dar un paso atrás. Un golpe seco sonó contra la madera del porche, y el cuerpo del hombre quedó sepultado bajo todos los diminutos cuerpos peludos. Y entre gritos, arañazos y mordiscos, el hombre supo inmediatamente que saldría de la situación. Pero no lo iba a hacer vivo.