Dos de las primeras fechas históricas que me aprendí cuando era pequeño fueron los años de nacimiento de mi padre y de mi madre: 1915 y 1923, respectivamente. Se llevaban ocho años. Cuando se casaron, mi madre ya había cumplido hacía pocos días sus veintidós años. Fue el doce de septiembre de 1945; una fecha, sin embargo, que nunca me propuse retener, como tantas otras que se nos desvanecen por una rara desgana, pues bastaría con proponérselo para reconstruir sin mucho esfuerzo todos los hitos de un pasado tan remoto como afectivo. Mi madre nació el mismo año que Lola Flores, que era de enero, y me hace gracia siempre pensar en la coincidencia de que su nieto, mi hijo Pedro, naciese el día que murió «La Faraona», el dieciséis de mayo de 1995, como si estableciésemos así un vínculo entre nuestra familia y una parte de la historia con mayúsculas que a mi madre le gustaba mencionar. Del 23 fueron también Italo Calvino, Mário Cesariny, Fina García Marruz —que murió con noventa y nueve— y Jorge Semprún, por llevar esta tontería con las fechas al terreno literario en el que en nada tendremos a la uruguaya Ida Vitale celebrando en vida su centenario. Otra de 1923. Titulo así esta nota —y no «Glorias de Zafra»— para equipararla con la que dediqué a «El centenario de mi padre»; aunque aquella la publiqué con un mes de retraso por haberme dejado llevar por el genealogista de la familia. Mi padre se quedó lejos de la longevidad de los cien, para los que le faltaron veinticuatro; pero mi madre llegó hasta los noventa y tres. Nunca me pareció mayor para mi edad; y menos aún, luego, cuando en su fase declinante fue por necesidad tomando los hábitos de una niña pequeña que se dejaba asear y vestir, y que pedía sin decir palabra un brazo en que apoyarse. En la fotografía de arriba tenía cuarenta y un años, y cinco partos —el último el mío, hacía dos años y diez meses. Era junio de 1965, según el genealogista. Hoy, 29 de agosto, mi madre habría cumplido cien años y lo escribo como el que conmemora las buenas razones del paso por la tierra de la gente notable, y no por lamentar que no los celebre. Habría sido sin ella. La realidad de la vida es lo que tiene; que nos deja jugar con la redondez de las fechas como si fuese una pelota que, mientras tengamos fuerza para lanzarla a la pared, nos vuelve a las manos. Fervor de Buenos Aires es un libro también del 23, y las Elegías de Duino (Duineser Elegien) de Rilke…