Tengo un centinela apostado en mi sesera para que me alerte de la presencia de mi enemigo cuando lo columbre con su catalejo.
Ese enemigo, íntimo y reconocido, soy yo mismo escindido por una faz poliédrica que se empecina en contradecirme, arrojando asoladoras tormentas y celliscas sobre los serenos páramos de mi conciencia.
Al principio traté de departir con él, negociar una tregua, pero es un ser antagonista y zaino, y su palabra vale tan poco como el dinero póstumo. El destierro nunca funcionó; mi enemigo es una sabandija artera que siempre halla resquicios para adentrarse de nuevo en mi vida como un polizón impenitente.
Convivimos como un matrimonio mal avenido. Cuando él entra yo salgo, y si me dirige la palabra vierto su deslavazada perorata a un pozo abismal, donde su cháchara monótona se ahoga en su propio eco.