Podemos era la última promesa partidaria, como formación emergente de nuevo cuño en la izquierda del espectro ideológico, que supuestamente iba a depurar la vieja política de hipócritas y fariseos que simplemente parasitan el erario público, pendientes antes de su bienestar personal que del interés general de la población, mediante el ejercicio “profesional” de la política, en cargos orgánicos o institucionales, de por vida. Prometían en Podemos, partido nacido al calor de las manifestaciones del 15M del año 2011 y de aquella “indignación” exteriorizada por los ciudadanos, luchar contra la “casta”, término con el que aludían a la clase política instalada en un bipartidismo que se alternaba en el Gobierno y que había surgido del sistema clientelar heredado de la Transición. A los dirigentes podemitas, jóvenes de extracción universitaria que pululaban la izquierda desde atriles académicos, se les llenaba la boca con promesas de que jamás cometerían los mismos “pecados” que esos indignos políticos de la “casta”, ni participarían en la trama de intereses cruzados que enreda la política con la economía y las elites y maniata su actividad, haciéndola comulgar con objetivos espurios. Aseguraban convencidos que, debido a su entrega y compromiso con la gente común, serían fácilmente identificables hasta por su indumentaria, puesto que su conducta personal y su quehacer político no se apartarían nunca de los de “abajo”, de la gente de la que decían proceder: en definitiva, del “pueblo”, ese ente indeterminado de colectividades, parecido al Volksgeist romántico, que sólo ellos serían capaces de representar con fidelidad, honestidad y lealtad. Y, de hecho, a Podemos le ha ido muy bien porque con ese discurso, en sólo siete años y sin experiencia previa, ha recorrido el camino que a otros ha supuesto décadas para acceder a los aledaños del poder y conseguir capacidad de influencia social y de modificación de la realidad. Así, partiendo de la nada, Podemos ha conseguido ser, hoy, la tercera fuerza política del país, y a punto está de alzarse con la segunda, si ellos mismos no se traicionan.
El profesor Iglesias, secretario general del partido y líder indiscutido, e Irene Montero, su compañera sentimental y portavoz del grupo parlamentario en el Congreso, anunciaron ante la prensa, antes de que se descubriera, la compra de un chalet de más de 250 metros cuadrados, construido sobre una parcela de 2.000 metros cuadrados, con piscina y casa de invitados, en Galapagar, una elegante urbanización a las afueras de Madrid. Aclararon que, para poder adquirir esa casa de campo, valorada en más de 600.000 euros (100 millones de las antiguas pesetas), habían suscrito un préstamo hipotecario de 540.000 euros, por el que abonarían unas mensualidades de 1.600 eurosdurante treinta años, deuda a la que harían frente gracias a sus respectivas solvencias económicas. Subrayaron, incluso, a modo de justificación, que adquirían esa propiedad para desarrollar un proyecto de vida en común ante la próxima llegada de los hijos que espera la pareja. Sin embargo, todos esos pormenores de la operación no ocultan, a pesar de su aparente transparencia, el conflicto surgido en el maridaje de las convicciones con los hechos o, como comenta cualquier “desencantado” en la barra de un bar, la incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace.
Pero pésima solución para esquivar un problema. Porque lo que se cuestiona no es el derecho de Iglesias y Montero a la propiedad y ser dueños de un chalet, sino la contradicción de un posicionamiento ideológico que deplora ese enriquecimiento patrimonial, legítimo en los que puedan permitírselo, con la conducta personal de unos líderes que no hacen asco a lo que antes les ofendía, el lujo y la ostentación obtenidos, no mediante el robo y la corrupción –que no es el caso, gracias a Dios-, sino por la desigualdad de oportunidades de una sociedad injusta, en la que las condiciones de origen favorecen a unos pocos y perjudican a la mayoría. Justamente, lo que estos líderes prometían erradicar con su forma de proceder y con las políticas que propugnaba su formación. Se critica la falta de coherencia entre la teoría y la praxis de lo que se predica y la hipocresía manifiesta que practican estos supuestos profetas de la moralidad pública y la austeridad personal en pos de la felicidad y el bienestar colectivos.
Juzgar con una votación la honestidad, la coherencia y la credibilidad que demuestran Montero e Iglesias al adquirir una casa de lujo, después de las soflamas acusatorias que han dirigido a los detentadores de tales signos de riqueza, aunque esa riqueza la hayan obtenido por medios legítimos y legales en una sociedad capitalista como la nuestra, resulta ridículo y causa sonrojo. Sus contradicciones no las resuelve una votación ya convenientemente aleccionada desde la cúpula, sino que se asumen de manera individual. Es cuestión sólo de reconocer el error y dimitir, sin hacer recaer la decisión en nadie. Pero si lo que se pretende es esquivar la responsabilidad para seguir aconsejando lo que no se es capaz de hacer, nada mejor que aparentar dignidad ofendida y montar otro espectáculo de “democracia” directa a través de las redes sociales. Es el mismo método de aquellas votaciones asamblearias, ahora on line, que tanto gustan a los dirigentes que se creen providenciales. Y todo por un chalet.