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para Santiago Aguilar, experto en olvidados.
Sucedía que cuando preguntaban a Lorencito Guillena que qué quería ser de mayor, en vez de responder como hubiera sido lo normal en un niño de su edad, que torero, explorador o brigadier, él siempre respondía que charcutero.
Esta fijación, lejos de desaparecer con los años, se fue acrecentando, siendo así que cuando le hicieron entrega de variados regalos en el día de su Primera Comunión, Lorencito Guillena despreció el balón de cuero, la arquitectura de madera e incluso el caballito balancín y por contra, mostró un gozo inenarrable por el salchichón y el cuchillito con que lo había obsequiado Tomasa, el ama de cría que durante tantos años sirvió lealmente en el hogar de los Guillena-Ezpeleta.
Y es que Lorencito había encontrado en Tomasa una cómplice, una protectora que, a diferencia de sus progenitores, alentaba su afición aunque vaticinando ante el chiquillo que su deseo se convertiría en una fuente de disgustos. Así fue. Cuando los padres de Lorencito comprendieron que aquel absurdo anhelo de su hijo no se trataba ya de una pasajera fijación infantil, sino que se acrecentaba según transcurría el tiempo, se mostraron abatidos.
Hay que comprenderlos, pues don Lorenzo Guillena no sólo era uno de los más prestigiosos abogados de la ciudad y aun del país, sino que era sucesor directo de una estirpe de jurisperitos. Hijo, nieto y bisnieto de abogados, todos con igual nombre, siempre tomó como hecho certero que su primogénito, Lorencito, seguiría la senda marcada por la tradición y vestiría la toga de la abogacía como un débito de linaje. Por otro lado, su esposa, doña Angustias Ezpeleta, tenía su origen en una familia de médicos de un abolengo de tanta o mayor prosapia que la tradición letrada de su esposo. En sueños, porque sólo en sueños podía imaginarlo, veía a su vástago convertido en una eminencia de la ciencia médica, un doctor cuya fama recorrería el planeta y a cuya consulta llegarían enfermos desahuciados del mundo entero para que él, innovador de técnicas y audaz investigador, los sanase. Pero ¡ay! aquellos no eran más que sueños como decimos puesto que doña Angustias supo desde el mismo momento que matrimonió con don Lorenzo, que el peso de la abogacía que sobre los hombros cargaba su esposo, sería un insuperable valladar a sus deseos.
Recordaba aún aquellos momentos en que asomados ambos a la cuna donde un sonriente Lorencito hacía carantoñas y monerías, don Lorenzo proclamaba de modo solemne:
—Aquí tienes, Angustias, a un futuro abogado.
Doña Angustias se entristecía un poco ante lo lapidario de la aseveración y, mirando con ojos tiernos a aquel rorro que jugueteaba con un sonajero, se atrevía a decir:
—Bueno, Lorenzo... ¿y si fuera médico?
—¿Médico? ¡¿Cómo que médico?! ¡Imposible! Este niño será abogado. Lo lleva escrito en la sangre.
Doña Angustias, ante aquel argumento hematológico, callaba y asentía, bajando la vista a la que obligaba el respeto que debía a su marido. Luego, conforme y de nuevo alegre, decía:
—Sí; abogado. Será el abogado más bueno y más guapo del mundo, Lorenzo.
Entonces los esposos se fundían en un abrazo y observaban embelesados al pequeñín que, ajeno a su futuro y a los proyectos paternos, se llevaba un piececito a la boca balbuceando de placer.
Pero como hemos visto, los acontecimientos tomaron unos derroteros insospechados. Al igual que acontece en esas familias desordenadas y ateas que procrean hijos que luego quieren ser sacerdotes y que ante el enfado de los padres juegan a los curas en el desván organizando ingenuas misas clandestinas con sus amiguitos; o peor aún, esos varoncitos desviados que gustan de vestir en la intimidad las ropas y abalorios de sus madres encontrando placer en el taconeo de unas altas y desproporcionadas chinelas, en el sensual cosquilleo de una boa de plumas o en la sombra misteriosa de una pamela, así ocurrió con Lorencito y su insistencia en ser charcutero.
En la misma proporción con que Lorencito iba cumpliendo años, las trifulcas con sus padres subían en intensidad y violencia. Nada encontraba el niño de más gusto que, una vez vuelto de la escuela, encerrarse con Tomasa en la cocina para que ésta, una vez asegurada de que ninguno de los padres andaba cerca, lo dejase cortar en rodajas una morcilla.
Animada por los resultados y porque el niño manejaba los cuchillos sin aparente peligro, la buena de Tomasa lo incitaba a ejercicios cada vez más difíciles.
—Venga, bonito mío —decía una vez que éste concluía la merienda— a ver si te atreves con esto, corazón...
Y ponía ante el niño uno de esos jamones lustrosos con que algunos clientes pagaban a falta de metálico los honorarios de don Lorenzo.
No se amilanaba Lorencito ante las dificultades que para un niño representaba aquella disección y así, subido en un banquito para alcanzar la altura requerida, afilaba el cuchillo jamonero con movimientos que denotaban una pasmosa maestría, tras lo cual comenzaba su labor loncheadora, piedra de toque donde se distinguen los charcuteros competentes, siendo las finísimas lonchas que conseguía con tanta facilidad un prodigio que parecía desafiar las leyes de la Física.
Ajenos por completo al conciábulo organizado por niño y sirvienta, don Lorenzo y doña Angustias continuaron su trabajo de zapa con vistas a minar el cada vez mayor empecinamiento del vástago. Pero fue imposible. A medida que Lorencito, como quedó dicho, cumplía años, con más intensidad mostraba su determinación, pues no en vano, las prácticas auspiciadas por Tomasa lo estaban convirtiendo poco a poco en un verdadero virtuoso.
Fue esta habilidad lo que finalmente llevó a sus padres a sospechar que algo estaba sucediendo a sus espaldas. ¿Cómo explicar la aparición en la mesa diaria de aquellas rodajas de salchichón de tan etéreo corte que un grano de pimienta aparecía seccionado cuatro o cinco veces? Tomasa, mujer buena pero algo borrica, los tenía acostumbrados a tasajos que por su grosor más parecían tarugos que lonchas.
Determinada a resolver el misterio, a doña Angustias no se le ocurrió otra cosa que practicar con un berbiquí un orificio en el tabique de la cocina, pues suponía que era de aquella estancia de donde procedía el gatuperio. ¡Cuánto se arrepintió luego la dama de las consecuencias que acarreó su acción escrutadora!
En efecto, en una de esas tardes en que don Lorenzo, congestionado por las prisas y los dictámenes volvía a casa desde los Juzgados, cargado de cartapacios y sin tiempo para desvestirse de la toga, sorprendió a su esposa mirando por el agujero que días antes había abierto. Doña Angustias, algo alarmada, llevó el índice a sus labios y chistándole lo instó a guardar silencio. En voz baja y gesticulando con una mano para que se acercara, doña Angustias acertó a decir:
—Lorenzo... ven... mira esto...
Obediente, aquel padre un tanto perplejo, puso el ojo donde segundos después se arrepintió de haberlo puesto, ya que ante él se desarrollaba una escena que en un principio no supo o no quiso interpretar pero que momentos más tarde se convertiría en el origen de una descomunal marimorena.
Comprendiendo al cabo lo que se mostraba ante su ojo, don Lorenzo no pudo reprimir un grito de gorila enjaulado, tiró abajo la puerta de una patada y entrando en la cocina como un ciclón al que su esposa no conseguía detener con sus ruegos vociferantes, dirigió sus fuerzas a perseguir a una Tomasa que ya empezaba a dar vueltas en torno a la mesa central para eludir lo que se le venía encima. Lorencito, haciendo otro tanto de lo mismo, emprendió otra carrera circular de tal forma que doña Angustias, apoyada en el quicio de la puerta y medio desmayada, pudo contemplar cómo ante ella pasaban corriendo despavoridos ora Tomasa, ora su hijo, perseguidos por un don Lorenzo que, armado de un chorizo de medio metro en la mano —el mismo con que Lorencito había sido sorprendido haciendo prácticas— daba mamporros en las cabezas de ambos a la vez que intentaba no caer al suelo cuando los vuelos de la toga se enredaban en las sillas y en los pomos de los cajones.
Finalmente, todo aquel escándalo cesó de repente pues don Lorenzo, agotado pero presto a seguir golpeando a sus víctimas que ya tenía arrinconadas, se desplomó en el suelo a todo lo largo, sufriendo un ataque convulsivo que llevó a todos a temer por su vida.
Fueron días trágicos los que siguieron a aquel suceso, ya que, aunque don Lorenzo se recuperó bien y pronto de su síncope, las consecuencias no se hicieron esperar. El insigne abogado tomó la decisión de despedir a Tomasa, pese a que su esposa, arrodillada a sus pies, con manos implorantes y hecha un mar de lágrimas, acudía a alegaciones sentimentales.
—¡Lorenzo, por favor! ¡Acuérdate que la pobre Tomasa te tuvo a sus pechos cuando naciste! ¿No significa nada para ti que entrara al servicio de esta casa en tiempos de tu abuelo y cuando apenas era una chiquilla?
—¡Nooooo! — bramaba el letrado— ¡Esa pécora se marcha! ¡Que vuelva a su pueblo para pudrirse y que...
¿Para qué seguir abundando en la trifulca si ya Uds. se hacen cargo? En este punto concluiremos diciendo que, en efecto, Tomasa fue despedida y que terminó sus días olvidada de todos en el pueblo que la vio nacer. Por su parte, Lorencito continuó en su empeño y en cuanto terminó su edad escolar abandonó la casa paterna provocando no sólo las iras de su padre sino su fulminante desheredamiento. Tuvo suerte, empero, ya que Tomasa, antes de morir, le legó sus ahorros de toda una vida, siendo con este dinero con el que Lorencito logró por fin dar cima a su propósito de coger el traspaso de una charcutería en el mercado de abastos. Allí, y tras varios años de ímprobo trabajo, se hizo con una clientela devota que fue altavoz de sus productos y de la calidad de los mismos. Sabido todo por doña Angustias, su madre, gustaba la dama de disfrazarse de mendiga para visitar a su hijo de incógnito, tanto era el temor que levantaban las amenazas de don Lorenzo. En la trastienda —¡ay, las madres!— llenaba de besos a Lorencito y aceptaba como regalo al despedirse su cuarto y mitad de lomo embuchado o unas longanizas descomunales.
—No te preocupes por mí, mamá. Yo soy feliz asín —acostumbraba a decir Lorencito para animar a su abnegada madre.
Con el tiempo, Lorencito terminó casándose con la Toñi, la hija del señor Manolo, el dueño de "Manolo. Pollos, huevos y recova" con la que tuvo hijos sanos y fuertes. Pero lo mejor de todo es que, en los últimos años de su vida y ablandado tal vez por la cercanía de la muerte, don Lorenzo perdonó a su hijo convirtiéndose en abuelo ejemplar, gozoso en cuanto sus nietecillos se presentaban en casa y feliz de ver a su Lorencito y a la Toñi cargados con canastas de huevos, chorizos y morcillas para celebrar en familia su onomástica. Tanto fue el orgullo que don Lorenzo desarrolló que incluso en los almuerzos anuales organizados por el Ilustre Colegio de Abogados, consiguió para su hijo la prebenda de abastecer los mismos de chacinas y embutidos. ¡Ah, cómo explicar el placer de ese hombre cuando, reclamando la presencia de algún colega, ponía al trasluz de una ventana una loncha de jamón para que comprobara su transparencia...!
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