“A ti alzo mi voz, Yahvé… Oye la voz de mi súplica cuando te pido socorro cuando levanto mis manos hacia tu santo templo…”
Se calcula que más de siete mil establecimientos fueron destruidos, unas cuatrocientas sinagogas incendiadas. Dos centenares de judíos fueron asesinados y unos veinte mil fueron enviados a campos de concentración. Las únicas personas no judías que fueron castigadas por las atrocidades que se cometieron aquella noche fueron delincuentes que habían violado a mujeres judías, no por ese delito precisamente sino por haber contravenido las leyes de pureza racial sobre las relaciones sexuales entre arios y judíos. Tras este suceso, el número de judíos que deseaba salir de Alemania aumentó drásticamente. Se calcula que, aproximadamente, la mitad de la población semita abandonó Alemania entre 1933 y 1939. ¿Por qué no huyeron muchos más? Salir del país no era tarea fácil. Una norma sobre transferencias de capitales entre países evitaba que los judíos pudieran llevarse gran parte de su dinero fuera. El impuesto sobre la emigración, despojando a los judíos de la riqueza que necesitaban para el pasaje a otros países, actuaba de factor disuasorio. Muchas naciones se negaban a acoger a inmigrantes sin dinero porque ello suponía una carga para el Estado de acogida. Así que muchos quedaron atrapados en una Alemania hostil que cada vez se asemejaba más a una ratonera.
Eisech Sandler, en Jaffa, tierra de Israel, verano de 1946.