Mientras tomaba un café y leía La Voz de Galicia en una terraza, él revolvía en nuestra basura. Llegó silencioso con su carrito, su mascarilla y sus guantes. Estuvo más de 15 minutos escaneando ese contenedor con sus ojos y sus manos. Palpaba todas las bolsas buscando algo duro, compacto. Por momentos se zambulló literalmente en ese espacio sucio y nauseabundo para llegar al fondo del todo. Quería revisar que no se le escapase nada valioso. Estaba tan concentrado en su tarea que era completamente ajeno a las desangeladas miradas de la cola del pan. El silencio callejero que nos ha impregnado el maldito coronavirus sólo lo rompía el ralentí del bus de la línea 14, que estaba a punto de salir. Mientras la calle se movía con lentitud zombi él estaba allí clavado, a lo suyo, en su tarea de seleccionar lo que nos sobra.
Sacó bastantes cosas de nuestra basura. Cables, un aparato electrónico difícil de describir, varios enchufes, una cazadora y una pequeña mochila. Todo lo que no mandamos a reciclar a un punto limpio por pura vagancia, fue directo a su carrito. Lo llenó con nuestros excesos, dejando claro que el ciclo de la basura sigue y lo que nosotros jubilamos otros lo reviven a su manera. Tras destriparlo todo, posiblemente malvenda una parte. La otra será un pequeño regalo para los suyos.
Esta dura imagen que vemos a menudo en la calle debería hacernos reflexionar, en estos tiempos tan extraños y oscuros, sobre quiénes son los afortunados y quiénes nunca podrán aspirar a serlo.