Me he enamorado, ojo, deportivamente hablando. Lo admito. Lo confieso. Lo asumo. Es así y no tiene solución. Y permitidme que suelte algunos topicazos: Hacía tiempo que no sentía algo así. Mi cuerpo y mi alma temblaron como nunca lo habían hecho. Mis ojos se entornaron, mi respiración se hizo entrecortada, mi corazón latió desacompasadamente. Quise reír y quise llorar, quise saltar y tirarme al suelo, quise gritar y a la vez quedarme en silencio. Sí, me he enamorado -deportivamente hablando, claro- como una histérica e inaguantable chiquilla de quince primaveras. Y lo he hecho de un tipo de Oklahoma City, con mirada estrábica y aspecto de pato mareado. No sé donde vive, ni qué coche conduce, ni siquiera puedo adivinar cuales son sus gustos -y la verdad es que ni me importa-, solo sé que me han dicho que se llama Samuel Jacob "Sam" Bradord.
Si yo fuera otorrino me aconsejaría visitar a un buen psicólogo porque, a pesar de lo que yo pueda afirmar cien veces, esa música de violines que suena cada vez que veo un partido de Bradford, no es real y, por tanto, mi problema no reside en mis oídos sino, más adentro. Si yo fuera mi propio psicólogo hablaría de mí mismo como del típico caso clínico de quien, viendo como se acerca el retiro definitivo de uno de mis mitos NFL de todos los tiempos, Brett Favre -por si alguno lo duda-, ando buscando amor por las esquinas, semihuérfano de dar cariño -a borbotones, añadiría-, deseando hallar un nuevo mesías. Claro que, si yo fuera mi padre, diría que me dejara de estupideces... pero bueno, este es otro tema. Lo más curioso de todo es que ayer mismo, como una señal del destino, me acerqué a mi devedoteca, alargué la mano hasta lo más oscuro y profundo de la estantería y solo el capricho de los dioses quiso que la película elegida fuera "El cielo puede esperar" de Warren Beatty. Los más cinéfilos descubrirán en esta desconcertante casualidad, poco menos que al rayo cegador de la décima revelación.
Para los que consideráis que el cine empieza en "Terminator", os diré que la película narra cómo Joe Pendleton, quarterback de los St. Louis Ramos -sí, va en serio-, es atropellado por un camión días antes de jugar la Super Bowl!!!. Su ángel de la guarda, un novato en estos quehaceres de mucho cuidado, se precipita, lo da por fallecido y lo llevan ante San Pedro. Allí se comprueba que había una posibilidad de que Joe saliera con vida del accidente y que, por tanto, su presencia, frente a las puertas del cielo, no es más que un terrible error. El pollo es mayúsculo y el quarterback reclama que se restituya la situación. El problema es que eso ya no es posible y la única alternativa es buscarle otro cuerpo -el original ha quedado del grosor de un sobre de cartas-, para que siga viviendo. Finalmente encuentran como candidato a un rico millonario. ¿Qué hará el bueno de Joe Pendleton para retomar su anterior vida y volver al equipo?.
Sam Bradford llegó a la NFL en la peor posición que uno puede darse a conocer en el mundo del deporte profesional: fue seleccionado con el número 1 del Draft del 2010. Durante la pretemporada y primeros partidos oficiales, la mayor parte de la atención estaba centrada en ver si resistiría más allá del tercer guantazo o cual de sus rivales conseguiría impactar contra su maltrecho hombro con la suficiente fuerza como para retirarlo del baile en los primeros compases. El populacho es así; les encanta presenciar el ascenso y caída de cualquiera que pueda optar al Olimpo. Pero bastaron poco más de una decena de partidos para dejar claro que esta no será otra de aquellas historias que empiezan pareciendo cuentos de hadas para acabar en "La Matanza de Texas", para continuar con la línea cinéfila de hoy. Bradford es un quarterback con buena movilidad dentro del pocket, una ejecución brillante en la mecánica de tiro y buena precisión en el pase a cualquier distancia. Inteligente en la lectura de las defensas contrarias y con la suficiente capacidad de liderazgo como para comandar la ofensiva de cualquier equipo NFL. Y además, ha pasado la prueba del algodón en el fútbol profesional americano: saber aguantar el placaje contrario a cambio de completar un pase; no todo el mundo está preparado para ello.
Yo creo que, deportivamente hablando (no sé si ya lo he matizado), Pendleton tiene algo de Favre y éste de Bradford. El cosmos oscila y la energía fluye. Y mientras el ocaso llega por un extremo, un nuevo amanecer despunta por el otro. No, no os riáis de mi, por Dios!, suficiente es la vergüenza que me da estar escribiendo esto!. Los tres tienen carisma, calidad y condiciones para llegar hasta lo más alto. Pensadlo, pensadlo por un instante y luego llamarme loco pero, Pendleton lo desea, Favre lo ha conseguido y Bradford puede que esté en camino de ello. Si ya la suma numérica de las letras de esos tres nombres formasen la frase "me reencarnaré en St. Louis", ya sería la leche!!!. Bromas aparte, cada vez estoy más convencido de que Sam puede ser nuestro próximo mito; le falta mucho, el camino será duro y el listón está muy alto. Pero si no tuviésemos ilusiones, ¿qué nos quedaría?.
Artículo publicado en footballspeech, edición de Diciembre 2010.