Prácticamente desconocida en México -aunque supongo que algunas de sus cintas se habrán exhibido en la Cineteca Nacional y en alguna otra parte del circuito cultural/festivalero de este país-, la obra del argentino Matías Piñeiro aparece como una de las más urgentes asignaturas pendientes para la cinefilia mexicana. De hecho, debo confesar que aún no veo sus dos primeras películas, El Hombre Robado (2007) y Todos Mienten (2009), pero después de la reciente revisión que hice de los fascinantes ejercicios fílmico/teatrales/meta-shakespearianos Rosalinda (Argentina, 2011) y Viola (2012), me parece obvio que tengo una tarea -¡otra más!-, que es agenciarme los dos primeros largometrajes de este joven cineasta nacido en 1982 en Buenos Aires. Rosalinda y Viola son dos mediometrajes -el primero de 45 minutos; el segundo, de una hora- que funcionan como una suerte de gozosa reflexión/representación/extrapolación de una pequeña parte del universo cómico shakespeariano. En los dos filmes, todos los personajes hacen más o menos lo mismo: un grupo de jóvenes actores ensaya unas comedias de Shakespeare y los múltiples enredos ideados por el poeta isabelino se repiten, en mayor o en menor medida, en el "mundo real" en el que viven estos pesonajes que es, por supuesto, la película que estamos viendo. En Rosalinda, ocho actores están en una casa a las afueras de Argentina, en el Delta del Tigre, un escenario adecuadamente pastoral -árboles, un riachuelo, una cabaña rústica- en el que ensayan la octava comedia shakespeariana, Como Gustéis. Las mujeres, Luisa/"Rosalinda" (María Villar) y Fernanda/"Celia" (Agustina Muñoz) lo hacen bastante mejor que sus contrapartes masculinas -la excepción es Alberto Ajaka y su "Orlando"-, pues no sólo tienen bien aprendidos sus diálogos sino que parecen haber sido poseídas por el espíritu, más que por las palabras, de los personajes de Shakespeare. Así, los distintos engaños, ocultamientos y enredos de la obra se repiten en el campo, en un arroyo, en la casa, con todo y sus (des)encuentros erótico-amorosos, coronados por esa sucesión de parejas -¡y un trío!- besándose. En Viola, tenemos a cuatro jóvenes actrices -entre ellas, nuevamente a la guapa Agustina Muñoz- que están interpretando siete obras de Shakespeare en algún pequeño teatro experimental de Buenos Aires. Otra de las actrices, Sabrina (Elisa Carricajo), está a punto de cortar la relación con su novio, Agustín (Alessio Rigo de Righi), y ante ello, Cecilia (Muñoz) ha decidido, con la anuencia de las otras dos compañeras actrices, "ayudar" a Sabrina a ese rompimiento, a través de una táctica típicamente shakespeariana de conquista/engaño/juego, mientras las dos muchachas ensayan una y otra vez algún diálogo de Noche de Reyes, también conocida como La Duodécima Noche. La Viola del título no es, por cierto, la "Viola" de Noche de Reyes, sino una Viola de carne y hueso (nuevamente María Villar), que tiene un negocio de películas y discos "pidatas" que entrega a domicilio, cruzando la ciudad en su bicicleta. Viola se topará con los otros personajes ya mencionados -Agustín, Sabrina, Cecilia- que, a su vez, tendrán que ver con la relación que Viola tiene con su novio Javier (Estebán Bigliardi). Nuevamente, como en Rosalinda, los (des)amores y (des)encuentros shakespearianos tendrán su extrapolación en el mundo real de Viola. O lo que es lo mismo, "Viola" y Viola terminarán fundiéndose en una sola. No tengo manera de saber cómo ha sido la evolución de Piñeiro desde sus dos primeros largometrajes -basados, tengo entendido, en la recreación de textos del escritor y político argentino Domingo Sarmiento- hasta estas dos cintas meta-shakespearianas (que forman parte de un proyecto de cinco o seis películas de este tipo), pero por lo menos en Rosalinda y Viola, el joven bonaerense demuestra ser un cineasta hecho y derecho: un espléndido director de actores -o, más bien, de actrices- y un maestro en el manejo del espacio fílmico y del encuadre, bien apoyado por la elegante y fluida cámara de Fernando Lockett, que no pierde un solo detalle del rostro de sus actrices, de cómo se mueven, de cómo sonríen, de cómo (nos) miran. Uno termina enamorándose de nuevo de los textos de Shakespeare después de ver Rosalinda y Viola. Y, también, de pasada, de las bellas, graciosas y esquivas actrices de Piñeira. Qué remedio.
Prácticamente desconocida en México -aunque supongo que algunas de sus cintas se habrán exhibido en la Cineteca Nacional y en alguna otra parte del circuito cultural/festivalero de este país-, la obra del argentino Matías Piñeiro aparece como una de las más urgentes asignaturas pendientes para la cinefilia mexicana. De hecho, debo confesar que aún no veo sus dos primeras películas, El Hombre Robado (2007) y Todos Mienten (2009), pero después de la reciente revisión que hice de los fascinantes ejercicios fílmico/teatrales/meta-shakespearianos Rosalinda (Argentina, 2011) y Viola (2012), me parece obvio que tengo una tarea -¡otra más!-, que es agenciarme los dos primeros largometrajes de este joven cineasta nacido en 1982 en Buenos Aires. Rosalinda y Viola son dos mediometrajes -el primero de 45 minutos; el segundo, de una hora- que funcionan como una suerte de gozosa reflexión/representación/extrapolación de una pequeña parte del universo cómico shakespeariano. En los dos filmes, todos los personajes hacen más o menos lo mismo: un grupo de jóvenes actores ensaya unas comedias de Shakespeare y los múltiples enredos ideados por el poeta isabelino se repiten, en mayor o en menor medida, en el "mundo real" en el que viven estos pesonajes que es, por supuesto, la película que estamos viendo. En Rosalinda, ocho actores están en una casa a las afueras de Argentina, en el Delta del Tigre, un escenario adecuadamente pastoral -árboles, un riachuelo, una cabaña rústica- en el que ensayan la octava comedia shakespeariana, Como Gustéis. Las mujeres, Luisa/"Rosalinda" (María Villar) y Fernanda/"Celia" (Agustina Muñoz) lo hacen bastante mejor que sus contrapartes masculinas -la excepción es Alberto Ajaka y su "Orlando"-, pues no sólo tienen bien aprendidos sus diálogos sino que parecen haber sido poseídas por el espíritu, más que por las palabras, de los personajes de Shakespeare. Así, los distintos engaños, ocultamientos y enredos de la obra se repiten en el campo, en un arroyo, en la casa, con todo y sus (des)encuentros erótico-amorosos, coronados por esa sucesión de parejas -¡y un trío!- besándose. En Viola, tenemos a cuatro jóvenes actrices -entre ellas, nuevamente a la guapa Agustina Muñoz- que están interpretando siete obras de Shakespeare en algún pequeño teatro experimental de Buenos Aires. Otra de las actrices, Sabrina (Elisa Carricajo), está a punto de cortar la relación con su novio, Agustín (Alessio Rigo de Righi), y ante ello, Cecilia (Muñoz) ha decidido, con la anuencia de las otras dos compañeras actrices, "ayudar" a Sabrina a ese rompimiento, a través de una táctica típicamente shakespeariana de conquista/engaño/juego, mientras las dos muchachas ensayan una y otra vez algún diálogo de Noche de Reyes, también conocida como La Duodécima Noche. La Viola del título no es, por cierto, la "Viola" de Noche de Reyes, sino una Viola de carne y hueso (nuevamente María Villar), que tiene un negocio de películas y discos "pidatas" que entrega a domicilio, cruzando la ciudad en su bicicleta. Viola se topará con los otros personajes ya mencionados -Agustín, Sabrina, Cecilia- que, a su vez, tendrán que ver con la relación que Viola tiene con su novio Javier (Estebán Bigliardi). Nuevamente, como en Rosalinda, los (des)amores y (des)encuentros shakespearianos tendrán su extrapolación en el mundo real de Viola. O lo que es lo mismo, "Viola" y Viola terminarán fundiéndose en una sola. No tengo manera de saber cómo ha sido la evolución de Piñeiro desde sus dos primeros largometrajes -basados, tengo entendido, en la recreación de textos del escritor y político argentino Domingo Sarmiento- hasta estas dos cintas meta-shakespearianas (que forman parte de un proyecto de cinco o seis películas de este tipo), pero por lo menos en Rosalinda y Viola, el joven bonaerense demuestra ser un cineasta hecho y derecho: un espléndido director de actores -o, más bien, de actrices- y un maestro en el manejo del espacio fílmico y del encuadre, bien apoyado por la elegante y fluida cámara de Fernando Lockett, que no pierde un solo detalle del rostro de sus actrices, de cómo se mueven, de cómo sonríen, de cómo (nos) miran. Uno termina enamorándose de nuevo de los textos de Shakespeare después de ver Rosalinda y Viola. Y, también, de pasada, de las bellas, graciosas y esquivas actrices de Piñeira. Qué remedio.