Escribir del cine de Aleksandr Sokurov desde México es complicado. Aunque el veterano cineasta ruso tiene una carrera larga en el cine y en la televisión de su país, tanto en la ficción como en el documental, tanto en el largometraje como en el cortometraje, la realidad es que en México poco sabemos de él.
A decir verdad, Sokurov ha sido un nombre más o menos familiar en los cineclubes nacionales a partir del éxito internacional de su obra mayor Madre e Hijo (1997) -una de mis películas favoritas de la década de los 90-, pero sus cintas anteriores, que datan de inicios de los 80, permanecen inédita, no sólo en México, sino en buena parte de occidente. Así que el juicio que se ha hecho de Sokurov en estos lares ha sido, por decir lo menos, incompleto.
Para acabar pronto, su más reciente película de ficción, Aleksandra (Ídem, Rusia-Francia, 2007) es hora que no sólo no llega comercialmente al país -ni llegará, como dijera Don Teofilito-, sino que, incluso, ni siquiera está disponible en DVD de Región 4. Para acabar pronto, el largometraje número 23 de Sokurov, sólo puede verse a través del respectivo disco de importación.
De todo el cine que conozco de Sokurov -es decir, a partir de la ya mencionada Madre e Hijo-, Aleksandra me parece su película más accesible, más elemental, aunque no la más lograda. La carga simbólica/arquetípica del personaje central es inevitable, pero la estructura narrativa del filme es, en contraste, muy sencilla, sin momentos dramáticos extraordinarios, sin catarsis de ninguna especie, sin climax emocional alguno. En sentido estricto, no es más que la despedida de una abuela viuda y solitaria que va a visitar a su nieto militar que hace siete años que no ve. En ese nivel, la película funciona sin mayor problema. Sin embargo, tratándose de Sokurov, la película trata de otras cosas más.
Estamos en algún lugar del frente checheno, en la época contemporánea. La Aleksandra Nikolaevna del título (la cantante de ópera Galina Vishnevskaya, viuda del chelista y conductor ruso Mstislav Rostropovich) es una anciana mandona y de recia personalidad que llega a un campamento militar a visitar por unos días a su nieto, Denis (Vasily Shevtsov), un capitán del ejército ruso. Aleksandra se pasea por el campamento, habla con el comandante y con varios soldados, visita un mercado que se encuentra a unos pasos de ahí, conoce a una anciana chechena (Raisa Gichaeva) que fue maestra en Rusia, discute con su nieto que todavía no se casa, se despide de él y, finalmente, regresa ella, sola, a casa, en el mismo tren polvoriento en el que vino.
Es imposible negar la carga simbólica que carga la Aleksandra de la señora Vishnevskaya: se trata de una dura matrona que funciona como una suerte de encarnación de una Madre Rusia que se sigue sintiendo orgullosa de sus hijos -en este caso, su nieto-, pero que, también, ya tiene rasgos de agotamiento y decadencia extremos. Aleksandra sabe que su nieto no debería estar ahí en Chechenia -o, en todo caso, ella desearía que no estuviera ahí- pero también sabe que no es fácil desmontar esa cultura de destrucción en el que él y millones de rusos han sido educados ("Ojalá fuera tan fácil", le dice la vieja a un adolescente checheno que le pregunta por qué los soldados rusos no se van de ahí y los dejan en paz).
Sokurov ha dicho una y otra vez que a él no le interesa hacer cine político y no hay por qué dudar de su aseveración. De hecho, la parte más floja de esta cinta radica precisamente en la parte en la que se trata, aunque sea de forma indirecta, el problema bélico checheno. Es en esta parte en donde Sokurov resbala.
Aleksandra, al visitar el pueblo cercano al campamento, hace migas con una anciana maestra chechena. A pesar de que las dos están en bandos contrarios, es obvio que las dos tienen mucho en común: son viudas, están cansadas, solas, con nietos jóvenes a los que no entienden... Esta última parte tiene un regusto facilón: ¿ya ven como es posible que todos nos entendamos?, ¿ya ven que todos tenemos algo en común? Como Sokurov no muestra de forma clara el conflicto checheno ni contextualiza lo que vemos en pantalla, todo el asunto termina entrampado en una especie de anécdota sentimental espléndidamente filmada por la cámara de Aleksandr Burov.
Mi duda es: ¿es prudente hacer una película sobre Chechenia sin tratar de frente el papel imperial de Rusia, el terrorismo checheno y sus efectos criminales, los abusos del ejército ruso en esa parte de la ex-Unión Soviética? No lo sé: yo me quedo con la sensación que Sokurov, simple y llanamente, escurrió el bulto. No quiso hacer la película debía hacer.