Ya lo he dicho en otras parte y lo repito: esta es la mejor época posible de la cinefilia. Un servidor forma parte de la última generación que vio a los cines como grandes palacios, que disfrutó de los programas dobles en cines comerciales, que alcanzó a ver los noticieros de Demetrio Bilbatúa antes de que empezara la película y, al mismo tiempo, la primera generación que vio la llegada del Beta, el VHS, la tele de paga, el DVD, el cine on-line y lo que siga a continuación. Antes, por supuesto, uno veía en la inmensa pantalla de plata -oh, pues, dejen que me ponga cursi un momento- Casablanca, Tiempos Modernos o Moby Dick pero, por supuesto, sólo ahí, en esa pantallota, uno las podía ver. Fuera del cineclub del rumbo o de los extrañados ciclos de PECIME, la única manera de ver cine distinto al de la cartelera comercial era en los programas dobles que, de todas formas, desaparecieron en los años 90.
Ahora, estoy convencido, estamos mejor: prácticamente podemos ver lo que sea en nuestra pantalla casera -siempre y cuando, "pequeño detalle", tengamos la lana para conseguir el DVD respectivo. Y conste que no me meto en el infinito mundo de la internet, en el cual y de manera creciente, se puede rentar legalmente muchísimas películas. (E ilegalmente... bueno, esa ya es otra historia).
Valga este largo choro nada nostálgico por la cinefilia de mi infancia y adolescencia para subrayar las loas a la cinefilia contemporánea, que hace posible que haya visto, vía DVD, una de las mejores cintas del 2004... a mediados del 2010. Se trata de Le Conseguenze dell'Amore (Italia, 2004), segundo largometraje de Paolo Sorrentino, de quien hemos visto en México solamente su magistral biopic política El Divo (2008). (Tengo entendido que su opera prima, desconocida por mí, L'uomo in più/2001 sí pasó por el circuito de cineclubes mexicanos, pero no sé exactamente dónde ni cuándo).
Me da gusto que otros se emocionen ante la nueva cinta menor del maestro Park (El Vampiro Siempre Llama Dos Veces) o por el nuevo filme de Christopher Nolan (que, al momento de escribir esto, aún no veo): yo me emociono ante el descubrimiento de un cineasta casi desconocido (por lo menos para mí), cuyo talento uno intuía al ver ese caos narrativo tan bien organizado que es El Divo. El gran cine brinca donde menos uno lo espera. Será porque ahí hay menos ruido. Será porque hay menos fan-boys (o girls) haciendo alharaca y jalándose los cabellos... y alguna otra cosa.
Estamos en alguna ciudad de Suiza, en la zona ítaloparlante. En la primera escena de este contenido filme de astuta hibridez genérica, la voz en off del imperturbable y misterioso "asesor financiero" Titta di Girolamo (extraordinario Toni Servillo, futuro Giulio Andreotti en El Divo) afirma que lo único frívolo que tiene es su ridículo nombre. En efecto, di Girolamo es la seriedad personificada. Una esfinge: no sonríe, no levanta la voz, no muestra curiosidad por nada, ve con claro desprecio a todos los que le rodean y su máximo rasgo expresivo es levantar una de sus cejas. Tampoco tiene vicios, por lo menos no públicos, por lo menos no vergonzosos: se sienta siempre en el mismo lugar a tomar algún trago, juega a los naipes con una pareja de millonetas venida menos y como sufre de insomnio, escucha a sus vecinos de cuarto -los mismos millonarios- a través de un estetoscopio que coloca en la pared y, eso sí, no se quita de los labios un cigarrillo que fuma con entera displicencia. Ni vicio parece.
Di Girolamo tiene ocho años viviendo en ese mismo hotelito suizo -no de lujo, pero tampoco es un cuchitril-, tiene una mujer con la que habla de vez en cuando por teléfono, tres hijos que no quieren saber nada de él, un medio-hermano surfista y uno que otro secreto que se niega a revelarnos. Uno de ellos es tan rutinario que ni secreto debería ser: desde hace 24 años, una vez a la semana, todos los miércoles a las diez de la mañana, se inyecta una sola dosis de heroína. Nada más, pero nada menos. Ah, y se hace un recambio de sangre cada año, servicio que, nos informa, le cuesta bastante caro.
Sin embargo, esa vida aburrida y rutinaria está a punto de terminar. Una mesera delgadita, morena, de ojos preciosos (Olivia Magnani, sí, nieta de ya sabe usted quién), se ha fijado en ese hombre de pocas palabras y gestos calculados. No sabemos bien a bien por qué se interesa en él -será porque él no muestra interés en ella: ¡mujeres!- pero llega un momento que, manos en la cintura, le reclama directamente: ¿por qué en los dos años que tienen conociéndose, ella de mesera y él como cliente, nunca contesta cuando ella se despide con un amable "hasta mañana"? La confrontación rompe el círculo de seguridad que di Girolamo ha construido por tanto tiempo: al día siguiente, se sienta en la barra que ella atiende, con una de las líneas amorosas más bellas y ominosas que yo recuerde: "Sentarme en esta barra es, acaso, lo más peligroso que he hecho en toda mi vida". Y, en efecto, eso es lo que sucede. No por Sofía, la atractiva mesera. Ella no es peligrosa. Es lo que ella despierta en él lo que resulta peligroso.
No voy a decir lo que sucede -es más: esto que he apuntado no cubre ni la tercera parte de la cinta- porque uno de los placeres que ofrece Le Conseguenze dell'Amore es ir descubriendo, uno a uno, los secretos de di Girolamo: por qué está ahí en Suiza, qué es lo que hace, para quién trabaja, por qué no puede regresar con su familia, por qué hace lo que hace. Digamos que estamos ante un drama existencial que se transforma en historia de amor que muta en thriller que termina en conmovedor drama existencial.
Sorrentino se muestra aquí, en su segundo largometraje, como un cineasta hecho y derecho, en pleno uso de todos los recursos narrativos y visuales posibles. Un manejo sobrio del encuadre en la primera parte de la cinta, una espléndida banda sonora y musical que subraya sin distraer momentos claves en la cinta, un experto uso de la elipsis para sostener el suspenso y para revelar los secretos finales hacia el desenlace, y un tour-de-force que trasciende y de lejos el mero pastiche: me refiero a cierto tracking shot en el que vemos a di Girolamo caminar por un gran hotel, siguiéndolo en scorsesiana/kubrickiana steady-cam durante más de diez minutos. Para quien recuerde una escena similar en Buenos Muchachos (1990), la ironía de Sorrentino aquí es devastadora. La mesa a la que llega di Girolamo es muy diferente a la que arriba, "en la plenitud del pinche poder", el Henry Hill de Ray Liotta.