Al inicio de Sweetgrass (Francia-GB-EU, 2009), opera prima largometraje documental del matrimonio formado por los antropólogos convertidos en cineastas Ilisa Barbash y Lucien Castaing-Taylor, hay un momento de pureza fílmica casi bressoniana. Una oveja come plácidamente su pastito: el animal se agacha, arranca las hierbas con sus dientes, mastica y mastica sin mayor cuidado. De repente, como si se percatara de la presencia de la cámara, deja de masticar y voltea directamente hacia nosotros. La mirada la sostiene durante varios segundos que parecen eternos. El animal, por supuesto, no muestra ninguna emoción, ninguna curiosidad: somos nosotros los que empezamos a interpretar ese gesto vacío. ¿Por qué nos mira esa oveja?
Exhibida fugazmente hace unas semanas en la Cineteca Nacional en el Festival 4 + 1 pero disponible en DVD de Región 1 desde hace varios meses, Sweetgrass ha aparecido en varias listas estadounidenses de lo mejor del 2010. Y aunque yo no comparto el entusiasmo a tal grado de colocarla en mi lista personal que publicaré aquí mismo a fin de año, la verdad es que entiendo por qué algunos cinecríticos americanos la han rescatado del ninguneo: se trata de un absorbente documental que retrata una anacrónica forma de vida que está a punto de desaparecer por completo. Más aún: esa forma de vida en particular tiene que ver con las raíces mismas de la cultura americana, su forma de vida, su filosofía de trabajo.
Al inicio, el documental desconcierta y fascina: vemos a centenares de ovejas pastar serenamente. Un letrero -el único que veremos hasta el final del filme, en donde nos darán un poco más de información- nos ubica en Big Timber, Montana, en el invierno. De las ovejas comiendo plácidamente, pasamos al rasurado de cada una de ellas: en el interior de barracas, unos rancheros toman a cada oveja y la dejan literalmente pelona, cual viejísimo gag de algún corto de dibujos animados de la Warner.
En esta primera parte del filme, dividida en capítulos marcados por repentinos fundidos en negro, presenciamos cómo es la vida de las ovejas en ese rancho ovejero de Montana. El tratamiento que le dan los vaqueros (más bien, ovejeros) a los animales es, sin duda, rudo, hasta violento, pero esto no es lo único que vemos. En contraste, vemos, por ejemplo, cómo un trabajador ayuda en el parto de una cría, cómo otro más ordeña a una oveja madre para luego darle biberón a un ovejita a la que carga casi con ternura y cómo otro ranchero "viste" con la piel de una cría muerta a otra cría huérfana con el fin de engañar a la nueva mamá.
En este segmento, hay una escena fascinante por lo misteriosa: la cámara está dentro de una barraca, en donde están varias decenas de ovejas pelonas. Una mujer, acaso una veterinaria, toma de una de sus patas a una pequeña cría, a la que separa lentamente de su madre. La cría y la madre protestan, lloran, se llaman a balidos. Poco a poco entendemos que la intención de la mujer es separar a la madre del grupo para que cuide a la cría recién nacida, que apenas puede caminar. Lo que quiere la mujer es encerrar a madre y cría en un pequeño corral para ellas solas. Así, arrastra a la ovejita, la madre la sigue, pero luego duda y, en un descuido, el animal regresa con el grupo y se confunde con las demás: la oveja pelona es igual a todas las demás ovejas pelonas. La cría llora, desconsolada, en la entrada del corral separado. La mujer no desespera: lentamente, se aleja de la cría y, de improviso, surge la madre reluctante de entre el grupo. Por su propia voluntad entra al corral con la cría. La mujer, detrás de ellas, cierra la puerta. Se trata de una escena de casi 4 minutos de duración en tiempo real, sin corte alguno, con la cámara fija, a no ser un par de delicados y precisos paneos. La acción captada por la cámara del propio cineasta Castaing-Taylor es un momento casi mágico: vemos el trabajo de una mujer que conoce el comportamiento de un par de animales y que actúa en consecuencia, con respeto y profesionalismo. Y nosotros la vemos a ella... que ve a los animales.
La segunda parte de Sweetgrass es mucho más convencional y, en mi opinión, no le habría hecho daño si la edición hubiera sido más rigurosa. La duración total del filme, de 101 minutos, parece exagerada porque se extiende en demasía en esta segunda parte que, sospecho, es la que más le interesaba al matrimonio de cineastas y la que más han alabado los críticos que han elegido a esta cinta como una de las mejores piezas fílmicas del 2010.
Durante la segunda parte, vemos cómo un grupo de ovejeros lleva 3 mil animales por las montañas de Montana hacia unas verdes praderas en donde las ovejas encontrarán pasto fresco. Se trata del último viaje que se hará -eso lo sabemos hasta el final del filme- y aunque no se nos dice por qué, es fácil columbrarlo: si el pastoreo de ovejas y vacas estaba decayendo a inicios del siglo XX, cuando la conquista del oeste estaba finalizada -tema muy caro a Sam Peckinpah, por cierto-, más lo estará, seguramente, a inicios del siglo XXI, cuando Barbash y Castaing-Taylor hicieron este documental, filmado a lo largo de varios años en Montana, entre varias familias de ovejeros.
El viaje el largo: se trata de pastorear a 3 mil ovejas que, individualmente, parecen los animales más dóciles que existen. Todos juntos, sin embargo, resultan ser una auténtica fuerza natural. Además, están el frío, el cansancio, el agotamiento, los caminos dificiles, los lobos y hasta los osos -un trío de ellos hace su aparición después de haberse desayunado a una oveja. El filme sigue, en esta segunda parte, a dos ovejeros muy diferentes: el correoso anciano John Ahern y el mucho más joven y perpetuamente agotado Pat Connolly.
Las personalidades encontradas de Ahern y Connolly sostienen el resto del filme. El primero es un viejo que, se entiende, sabe todo de su trabajo y más. No hay nada que parezca contrariarlo: canturrea casi todo el tiempo, se da el tiempo de buscar restos de flechas indias entre la tierra y se desayuna unos grasientos huevos, medio kilo de tocino quemado y unos cuantos cigarrillos con una serenidad que ya quisiera el Duke mismo para alguno de sus míticos westerns.
Pat es otra historia: el hombre no pasa de 40 años pero ya no puede más. En un arranque de maldiciones que es tan hilarante como penoso, el pobre Pat se queja de todo: de su caballo flaco, de su perro ("Tommy-Dog") que apenas puede caminar, de las ovejas, del frío, de la humedad. En una llamada telefónica a su mamá, el tipo se desgarra las vestiduras: no aguanta sus rodillas, ya no puede más y está empezando a odiar todo, incluyendo el imponente paisaje formado por las bellísimas e impresionantes montañas de Montana.
En todo caso, uno supone que Pat estará feliz de buscar otra ocupación. No así John que, hacia el desenlace, cuando ha llegado al final del trayecto en más de un sentido, no sabe qué hacer. Ya cumplió con su chamba, de eso ha vivido siempre y se tomará un tiempo para pensar. Mientras tanto, fuma un cigarrillo sin mostrar demasiada preocupación. Un buen vaquero -bueno: un buen ovejero- nunca se quiebra. Y menos cuando hay una cámara cerca.
Barbash y Castaing-Taylor, habría que aclarar, rehúsan la voz en off, no hay música en la banda sonora y hasta muchos de los diálogos/monólogos de los ovejeros apenas se entienden. Es evidente que los antropólogos convertidos en cineastas trataron de intervenir lo menos posible en lo que estaban observando, apelando al espectador, a su paciencia, a su interés. Por eso, si el cine documental trata, entre otras cosas, de descubrir(nos) un mundo completamente nuevo o alguno que conocíamos pero no de esa manera, los hacedores de Sweetgrass, con su decisión de observar de la manera más pura posible a las ovejas y sus pastores, nos ha entregado una pieza fílmica valiosa por sí misma, con todo y los excesos y redundancias de la segunda parte. Quién diría que las ovejas, esos animales tan pasivos, serían un tema tan interesante.