Solntse (Rusia-Italia-Suiza-Francia, 2005) es la tercera cinta que ha dirigido el siberiano Alexander Sokurov de una serie centrada en el retrato de tiranos en el ocaso de su poder. El primer filme fue el disparejo Molokh (1999), sobre Hitler y Eva Braun; el segundo -y todavía no visto por mí- Telets (2001), sobre los últimos momentos en la vida de Lenin. Solntse -The Sun en su título en inglés-, por su parte, trata de los momentos que siguieron al bombardeo nuclear en Hiroshima y Nagasaki, cuando todo ya estaba perdido para Japón y su divino emperador Hiroito.
Sokurov, como en los filmes anteriores, no está interesado en la Historia -así, con mayúsculas- ni en la Biografía -otra vez con mayúsculas- del líder totalitario en cuestión. Lo suyo es entregarnos un retrato profundamente personal e impresionista, tan extravagante como el propio personaje histórico. El Hiroito de Sokurov encarnado por Issei Ogata es un ser extraño y lejano, prisionero de sí mismo y de las rutinas que está obligado a seguir como Dios viviente de su propio pueblo. Así, mientras todo se derrumba a su alrededor, el hombre -que sufre de acidez gástrica, mal aliento y que articula palabras que nunca salen de su boca- se encierra en su bunker a estudiar algún curioso ejemplar de cangrejo samurai (el Doripe Granulatta, para ser precisos), le receta a sus generales su interpretación de algún poema y se entretiene revisando fotos de su propia familia y de estrellas hollywoodenses.
No es que Hiroito esté loco, en estado de negación, dándole la espalda a la realidad. Lo que sucede es que el Emperador vive en otro mundo. Así creció, así fue educado, así se ha visto a sí mismo desde siempre. Por eso, cuando se encuentra con el líder invasor, el autoritario, directo e imponente General McArthur (Robert Dawson), el contraste entre el lejano Emperador y el práctico militar se convierte casi en una comedia de costumbres. Hiroito no sólo no sabe qué decir ni qué hacer: no sabe ni siquiera cómo abrir una puerta.
Sokurov, manejando él mismo la cámara, entrega un filme opaco, casi coloreado en sepia, con un foco suave, que hace más etéreas las imágenes de la cinta. El único momento que rompe el ritmo visual del filme es el sueño dantesco, surreal, en el cual el Emperador ve a su tierra bombardeada por una suerte de peces voladores de fuego. Por lo demás, la cinta avanza sin prisas, con parsimonia y elegancia, conciente de sí misma como el propio Emperador que sabe que está obligado a ser perfecto. Por él, por su familia, por su pueblo. El peso resulta ser abrumador. Acaso por ello, al final, cuando la derrota está consumada, el propio Hiroito le dice a su esposa, la emperatriz: "Ya somos libres". Sí, pero a qué costo de sangre; a qué costo de vidas.