Mi mujer se abraza a los árboles, no sé si antes o después de saber que lo hacía el abuelo de José Saramago. Uno de nuestros mejores recuerdos es una lluvia de hojas de Gynko en Buçaco. En pocos lugares me encuentro más a gusto que en el bosque. Debería ser por lo tanto víctima apropiada para caer bajo el influjo de la prosa sintética y bien trazada de Richard Powers. Bienvenidos: activistas de lo natural que lleváis alpargatas de algodón y urbanitas arrepentidos, éste es vuestro libro.
Estoy siendo muy ácido, porque amo los árboles como pocas cosas pero he pillado un empacho del carajo. Me hecho un lío padre entre los diversos tipos de abetos, las píceas, los carpes, los sicomoros y el baniano que salva la vida a un jefe de carga de las fuerzas aéreas en Vietnam. Yo, que contento estaba en mi modestia al poder diferenciar un castaño de indias de un castaño de los que da de comer y un haya de un roble.
No crean que estoy negando el cambio climático (aviso que voy a trabajar en patinete, tengo un coche híbrido y separo la basura, todita...), me limito a valorar criterios literarios. Powers arranca fantástico, con la presentación de varias historias cortas que progresan magníficamente para (perdón por la licencia) irse después por las ramas (y las raíces) hasta lugares que ya recorrió con mucho más tino La Banda de la tenaza.
Sólo para iniciados en el amor boscoso incondicional. Creo que (perdón nuevamente por la imagen), el libro es demasiado largo. Habría que podarlo.
Pulitzer 2019. Un poco exagerado, con el buen tino que suelen tener.