«Gracias a la Ley Mordaza, a un humorista le pueden caer de dos a siete años por hacer chistes. Por eso hago Clandestino aquí, en un bar, en vez de en un teatro. Porque aquí os tengo a todos en una lista, y si me llega una denuncia, sólo tengo que ir uno por uno hasta dar con el chivato cabrón».
Malos tiempos para el humor, para lo políticamente incorrecto, para la libertad de expresión en general. Malos tiempos estos en los que un humorista se tiene que andar con pies de plomo porque siempre puede haber alguien entre el público con la piel demasiado fina o, simplemente, con ganas de tocar las narices.
Pero si algo convierte al humor en invencible, es su capacidad de adaptarse a cualquier situación, de aprovechar la más mínima grieta en el muro de la intransigencia para hacerse más poderoso.
La Ley Mordaza es la excusa que Quique Macías ha utilizado para lanzarse a la piscina del que espera sea su primer montaje permanente en Barcelona, en el Mediterráneo de la calle Balmes, un local ideal para el tipo de espectáculo que protagoniza el irreverente monologuista vallisoletano.
El sábado pasado fue el estreno. Exitazo. Las entradas agotadas y el garito a reventar. A los cinco minutos, con tanto calor humano, nos sobraba toda la ropa, pero no, no hubo despelote. Para despelote, el que protagonizaría Quique sobre el minúsculo escenario durante la hora siguiente. Es imposible llevar la cuenta de los chistes, anécdotas jocosas y relatos desternillantes que brotan sin cesar de esa mente, ingeniosa hasta casi la obsesión.
Se le notaba en su salsa, con libertad absoluta para soltar cualquier barbaridad que se le pasase por la cabeza. Aunque en realidad, casi todo estaba cuidadosamente preparado. En mi humilde e inexperta opinión, lo que revela la calidad y profesionalidad de un humorista es su capacidad para hacer parecer espontáneo lo que es producto de montones de horas de trabajo previo. Y me consta que, en este caso, ha habido muchas semanas de preparación.
Llevar Clandestino a un bar es un gran acierto. Al momento la atmósfera estaba impregnada de ese ambiente de camaradería y de ganas de reír que lo hace a uno relativizar lo que pasa fuera. Y teniendo en cuenta la potente carga política del espectáculo, más valía que fuera así. Para asistir a semejante exhibición de incorrección hay que dejarse todos los prejuicios en la puerta.
Tras la «advertencia» sobre la Ley Mordaza, Quique se imagina en la cárcel. Le van presentando a los presos. «Ese descuartizó a su mujer. Ayuda en la biblioteca. En seis años está en la calle por buena conducta. Aquel ideó un negocio de puta madre. Lo llamó preferentes. Estafó a seis millones de personas. En seis meses, en la calle. ¿Y tú, por qué estás aquí? … Por hacer chistes sobre el de las preferentes».
Políticos, jueces, policías, él mismo y su familia, espectadores, culés y merengues, catalanes, gallegos, gaditanos, fachas, borbones, curas… Cualquiera y cualquier tema son susceptibles de convertirse en víctimas del humor corrosivo de Quique Macías. Capítulo especial el dedicado al proceso independentista, sin pelos en la lengua, y a su relación con Catalunya, donde vive desde hace varios años (aunque se pase la vida de aquí para allá), como suele pasar, por culpa del (o gracias al) amor, y donde hace un año nació su primer hijo.
El humor de Quique me recuerda al del añorado Pepe Rubianes. No se lo he preguntado nunca, pero apuesto a que es una de sus figuras de referencia. Esa capacidad para hilar temas aparentemente inconexos de forma natural, provocando la carcajada continua en el espectador, ya sea mediante chistes de impacto inmediato o de historias más elaboradas, y recurriendo al taco como un elemento más de la lengua. Creo que el uso excesivo del lenguaje soez es peligroso, porque puede acabar enterrando el ingenio, pero Quique recurre a él sin estridencias (por estridentes que sean las palabrotas que utiliza). Rubianes era un militante del taco, abusaba de él, pero no le quedaba mal. Era un maestro. En boca de cualquier otro, un monólogo del humorista galaicocatalán habría sido insoportable.
Hoy en día, no me cabe duda de que a Rubianes lo habrían sentado en el banquillo varias veces. No creo que le hubieran permitido continuar trabajando en teatros como el Club Capitol y habría tenido que acabar refugiado, como Macías, en locales «clandestinos».
El humor debería ser libre para poder reírse de cualquier cosa, por salvaje e inapropiada que pueda parecernos. El público es libre de elegir el espectáculo al que asistir, y después es libre de criticarlo como le apetezca, de ponerlo a parir si quiere y de cagarse en el humorista, actor, músico o bailarín (actriz, música o bailarina), si le viene en gana. Pero ¿acudir a un juzgado como represalia? No debería ser posible. Y, sin embargo, la legislación española no sólo lo permite sino que lo alienta. Cualquier cosa que se diga de forma pública, en redes sociales, por ejemplo, pero también en un escenario, es susceptible de ser considerada apología o enaltecimiento de lo que sea, humillación, injurias, delito contra los sentimientos religiosos, etcétera.
En los últimos tiempos se suceden los procesamientos de cantantes (básicamente, raperos) y humoristas (televisivos, gráficos e incluso radiofónicos). Aunque muchos de los casos han sido archivados, otros han acabado en condena. En cualquier caso, la amenaza es permanente.
Pero el problema no es sólo la ley. Están también los guardianes de la ética y la moral, esa especie de inquisición moderna que constituye el público, a menudo aparentemente progre, que dicta sobre qué y sobre qué no se puede uno reír. Si a un cómico se le ocurre hacer un chiste machista o racista y tiene la mala suerte de que algún/una gurú de las redes sociales lo «denuncie», que se prepare.
Hemos llegado a un punto en que cualquier cosa puede ser susceptible de considerarse inapropiada. A cualquier cosa se le puede sacar punta, cualquier cosa puede ser ofensiva. Es ridículo. Hemos perdido el norte.
Si los guardianes de la moral quieren material para tres meses en Twitter, que se pasen por el Mediterráneo de Barcelona un sábado por la noche (previa adquisición de la correspondiente entrada, obviamente). Les garantizo que saldrán escandalizados.
Aunque no todo lo que escucharán es humor incorrecto (como si hubiera un humor «correcto»). También —oh, sorpresa—, poesía. Y es que uno de los principales aciertos de Clandestino es el intermedio. Cuando a uno ya le duele la barriga de reír, el foco de atención de desvía hacia la barra, donde Rocío Raval, actriz barcelonesa que también hace de maestra de ceremonias, recita varios fragmentos acompañada de la guitarra de Mítico Mora.
El propio Quique Macías escribe poesía como vía de escape. Dice que no le gusta, sino que se trata de una necesidad vital. Ha publicado el poemario La nostalgia del guepardo (2013, Amaru Ediciones) y tiene un segundo libro cociéndose en el horno. Así que tiene sentido que en Clandestino reservara un espacio para reivindicar la poesía de autores catalanes, como Gil de Biedma o Vázquez Montalbán, que han quedado enterrados bajo tanta bandera.
Conclusión: Clandestino es (atención al topicazo) un soplo de aire fresco entre tanta trinchera pseudopolítica y tanta mojigatería pseudomoralista.
Larga vida al humor.
Os dejo con un tema mítico del rock barcelonés de los ochenta, La mataré, de Loquillo y Los Trogloditas. Hace unos meses, su compositor, Sabino Méndez, tuvo que escribir un artículo para aclarar el origen y significado de la canción porque, obviamente, ahora hay quien la considera una oda a la violencia machista. En fin.