El quinto film del cineasta chileno Pablo Larraín, El Club (2015), narra la historia de un grupo de sacerdotes que cumplen penitencia en una casa junto a la costa por una serie de crímenes cometidos en el pasado; sin embargo, la llegada de un nuevo sacerdote a la morada perturbará la paz obligando a estos inquilinos a enfrentarse de nuevo consigo mismos cuando consideraban sus pecados ya redimidos.
Tratándose, como es el caso, de un “film de atmósfera”, Larraín apoya su discurso áspero y sobrecogedor en el manejo maestro de una imagen desangelada: la imperfección de los encuadres, el uso de la luz natural, el excesivo grano fotográfico en las escenas nocturnas o las temperaturas de color desajustadas; es todo esto lo que empuja al espectador a observar lo sucedido desde un permanente prisma de incomodidad. A la acertada puesta en imágenes por la que opta el director se une un tratamiento sonoro realista, lejano a la estilización, apoyado por una lúgubre melodía que acompaña algunos de los momentos más opresivos del film.
Asimismo, el tono de la película viene dado por su desconcertante sintaxis, cuyo ritmo, aparentemente arbitrario a simple vista, resulta tremendamente conciso en su manejo de los tempos al finalizar el film. Estos tres factores ponen de manifiesto el talento del cineasta Pablo Larraín, quien demuestra además ser un estupendo director de actores en lo que al manejo de las miradas y los silencios se refiere. Con todo ello, el film de Larrín supone, ante todo, un alegato del castigo merecido; un papel perdido en un cajón que el director decide enmarcar y colgar en el centro del salón para que los personajes no olviden que el “escapar” no es una opción: su conciencia no debe descansar tranquila tras los crímenes cometidos.
En una frase: Una película terrible en el mejor sentido de la palabra.
Pelayo Sánchez.