Que la nochebuena cae en viernes, el 23 es lectivo y el único vuelo por menos de un millón de euros para poder celebrar la navidad con tu familia es el 22 por la tarde. Se siente. Este año el turrón te lo comes en Alemania. Y no hay más que hablar. Que la abuela cumple 99 años y vive en Pernambuco. Mala suerte. El año que viene quizá el colegio te conceda el viernes libre. Nada por debajo de los 100 años de un pariente de primer grado de consanguinidad es una excusa válida para que tu retoño pierda media hora de clase. Por muy capacitado que tú te creas para tomar este tipo de decisiones el estado bávaro no está tan convencido. Tú pides permiso. Y el colegio te lo concede. O no. Y punto en boca.
Luego la profesora, amabilísima y dedicadísima toda ella, te entrega una fotocopia del horario. Tú le das la vuelta, lo miras al trasluz, del derecho, del revés e intentas cotillear el del padre de al lado de reojo por si acaso te han dado uno equivocado. Porque claramente tiene que haber un error. Te falta por lo menos la mitad del horario. No amiga, estás ante un verdadero horario de primero de primaria. Veintitrés horas lectivas. A la semana. Repartidas en cinco días. Como a Baviera le parezca oportuno. Las combinaciones de veintitrés elementos tomados de cinco en cinco son infinitas.
Lo normal es que tu retoño entre a las 8:00 y luego ya veremos cuando sale. Tú mejor escenario es que un día a la semana, como mucho, salga a la una. Los demás saldrá o bien a las 12:15, a las 11:30 o, agárrate los machos, a las 10:15. Han leído bien, que tu hijo acabe el colegio sin que a ti te haya dado tiempo ni a quitarte la bata de guatiné es, no sólo posible, sino probable. Por supuesto, tú tendrás que aplicar todo tipo de reglas nemotécnicas para aprenderte el horario dichoso que varía según el día, la estación y el humor del legislador.
La cosa empieza a complicarse cuando en lugar de un retoño tienes dos, o tres, en edad escolar. El lunes el mayor sale a la una y el pequeño a las 10:15. El martes se invierten las papeletas, el mayor sale a las 11:30 y el pequeño a las 12:15 y así cada día de la semana. Lo raro, en estos casos, es acertar. Por no mentar a los pobres padres de gemelos. Ni pensarlo quiero. Por supuesto existe alguna que otra opción para que se queden con tu hijo hasta las dos o tres y, si te toca el gordo, hasta las cinco. Lo de que le den comer, sobretodo caliente, es un lujo reservado a muy pocos. Según el año y dónde vivas es posible que haya la friolera de cinco plazas libres en esta suerte de guarderías extraescolares. En estos casos o eres madre drogadicta y trabajadora de trillizos prematuros o lo tienes chungo amiga.
Porque ahí no acaba la cosa. Cuando la moral paterna está ya en su punto más flojo y cualquier madre con aspiraciones profesionales está al borde del colapso nervioso aprovechan para darte la estocada final. Resulta que en Alemania sólo un tercio de los escolares, aproximadamente, tienen acceso a la universidad. Y esta criba demoníaca en la que los niños se reparten en tres grupos se hace a la tierna edad de diez años. Es decir, si en cuarto de primaria tu hijo no tiene la nota de corte no pasa a la rama superior de educación secundaria. En algunas regiones los padres tienen la última palabra. En Baviera no.
La fama cuesta. Y aquí es dónde vas a empezar a pagar. Con sudor. Y lágrimas. Y cualquier ambición profesional o personal que pudieras albergar.
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