El último viernes, mi dentista, algo distante en los anteriores encuentros, me contó algo que rompió la ya habitual fría corrección entre nosotras. Hablábamos de la radical reforma laboral aprobada por nuestro gobierno, de los tiempos que corren, malos para la lírica, que cantaba Golpes Bajos, para la vida en general. Y no sé como, pero comenzamos a conversar del futuro que espera a nuestros hijos. Ella, con naturalidad, me dijo que tiene un hijo con síndrome de Down. Me quedé bloqueada. No me fluían las palabras y debió percibirlo, notar mi desconcierto.
A ella sí, le brotaban como torrentes. No se vestía de heroína con cada frase, en las que percibí su amor infinito hacia ese crío. Me habló de los progresos de su niño, de como les llena la vida, es un crío cariñoso y sano por lo demás. No se quejaba, no había amargura o retazos de sufrimiento. Por supuesto, ha debido dolerse hasta la extenuación y llorar ríos, empaparse en lágrimas. No lo supo hasta que el niño nació. Una noticia así, a las pocas horas de dar a luz, debe quebrar el alma.
Ahora ya no está rota, al contrario. Aprecié en ella una fortaleza hercúlea, una valía sobrehumana, revestida de humildad. Su cotidianeidad es la que apenas puedo resumir con justicia: su hijo pequeño tiene una minusvalía, pero la vida sigue, rueda. No es una mujer pusilánime, lo supe al instante.
Voy descubriendo con los años, a medida que conozco trazos de la vida de los otros y otras, que admiro profundamente a las personas que, como ella, no están ancladas en la queja continua o esclavizadas por el dolor ante circunstancias realmente adversas. Adoro a todos esos luchadores y luchadoras con ganas de seguir rodando.
Los que se dejan arrastrar por la frustración y la negatividad, día tras día, y se hunden en su desgracia hasta empaparse de ella y no ver más allá - siempre hay algo por lo que tirar, siempre- llegan a irritarme. Es a los otros, gente aparentemente corriente, pero que portan una aureola de héroes y heroínas a mis ojos, a los que quiero parecerme.