Tras sufrir más de una peripecia y peligros, llega a Cádiz. A estas alturas López parece cumplir su sueño, luchar contra el francés más activamente. Mientras su mujer, Antonia, queda en Gibraltar al servicio del cónsul de Cerdeña, Pablo deja la aguja y las tijeras y realiza funciones de correo, o se le encargan ciertas intendencias. También acude a las sesiones de las Cortes en Cádiz; allí, desde la tribuna pública, aflora sin recato su voz estentórea, su gracejo malagueño, adulador para los que le complacen, cáustico para quienes con sus palabras le disgustan. Se gana fama de alborotador, que ya no perderá nunca; y se hace popular, pero acaba teniendo menos seguidores que enemigos.
Cuando, el 5 de enero de 1814, la regencia llega a Madrid, “el cojo de Málaga” sigue al cortejo que la acompaña. La caridad del mariscal, diputado americano, don Antonio Suazo, lo ha hecho posible. En la calle Cava Baja, número 6, cuarto 3º, de la capital, encuentra alojamiento. También es la caridad, ahora de una viuda, Manuela Merino, la que le da techo, hasta que se muda a una posada de la calle Peligros.
Y peligros son los que debe afrontar el alborotador malagueño. De espíritu liberal, opuesto al partido de los serviles, grita por las calles de Madrid vivas a la Constitución y acude a las sesiones de las Cortes. Como en Cádiz, se hace oír. En una de las sesiones expone un diputado los preparativos para el regreso de “El deseado”. La voz de López se escucha clara y potente: ─Fuera, fuera, fuera ese pícaro que después de haber derramado tanta sangre por lograr nuestra libertad, quiere sujetarnos. En la Puerta del Sol congrega a la gente a la que habla de libertad e igualdad. Luego, con trescientas personas y con una banda de música se dirige a las casas de algunos diputados al grito de “Viva la Constitución”.
Monumento a "El deseado", en la calle Arganzuela de Madrid
Llegado el rey, disuelta la regencia, pleno el régimen absolutista del rey Fernando, López, el alborotador espejo del populacho contrario a la majestad real es detenido. Aunque el fiscal solicita la pena de muerte, el tribunal sólo encuentra como delito suficientemente probado un desmedido amor por la Constitución derogada, y lo condena a diez años de prisión. Pero no es suficiente.
Cuenta el Marqués de Villaurrutia, que fue entonces cuando en el expediente aparece “un papelito”. Dice éste: “Palacio, 11 de noviembre de 1815. No me conformo; vuélvase a ver esta causa y sentencien los jueces como deben en conciencia y con arreglo a las leyes”. Viene dicho papelito con la rubrica del rey, pero renuentes a prevaricar los jueces, pese al mandato real, contestan: “La facultad de imponer la pena de muerte, cuando no está comprendida en la Ley, solo reside en vuestra V.M., en uso de su soberanía, si lo juzga oportuno para el bien del Estado”. Mas como la soberbia del rey absolutista es pareja a su miseria moral y falta de caridad, en otra nota ordena: “Es mi voluntad que se imponga la pena de muerte a Pablo López y que para ello se comuniquen las órdenes correspondientes al Gobernador de la Sala y a la Hermandad de la Paz y la Caridad”.
Todo parece decidido para Pablo López. El día 20 se le comunica su fatal destino: una soga rodeará su cuello dos días después. Esa es la voluntad del rey. Es fácil suponer la angustia del reo al recibir el anuncio. Pero dos días es mucho tiempo, suficiente al menos para sir Henry Wellesley, el embajador inglés en España.
Sir Henry ya era embajador meses atrás, cuando a la llegada de “El deseado”, quiso éste ajusticiar a los presos liberales contrarios al imperio absolutista con el que se imponía sobre la Nación. Y fue entonces cuando comunicó al rey que él mismo abandonaría España y la embajada sería retirada si cumplía unos propósitos, tanto más crueles por innecesarios, que no comprometían la seguridad de su monarquía. Cedió entonces el monarca, y ahora debió sir Henry recordar aquellas exigencias, y como en el pasado, ceder de nuevo el rey; como lo haría en el futuro, cuando su indignidad le supusiera alguna ventaja.
Se hallaba pues, a las puertas de la prisión el desgraciado López, camino del patíbulo, cuando llega la orden del perdón real. Y el “inocente” López, que a nadie había matado, cuya culpa, si acaso, había sido la de ser “capataz y jefe asalariado de los revoltosos galeriantes de las llamadas Cortes ordinarias y extraordinarias”, mientra vuelve a su celda, la emprende a voces, aliviado su pesar, con vivas a favor de quien lo había condenado con iniquidad y ahora lo perdonaba, no por la magnanimidad del poderoso, sino por indignidad de quien humilla al débil y cede ante el poderoso.
Dos apuntes más para terminar la historia de Pablo López: cinco años después, durante el trienio liberal, su gobierno liberó al “cojo de Málaga” y la Comisión de Premios de las Cortes le concedió la propiedad de una casa en Málaga para su habitación, y otras fincas que le rentaran ocho mil reales para su sustento. Pero su destino parecía oscilar entre la dicha y la desgracia; y tres años después, Pablo López, nuevamente Fernando VII en el poder, gracias a la intervención de los Cien mil hijos de San Luis, tuvo que exiliarse en Londres.