Sin embargo, esta imagen que ahora se pretende transmitir a la ciudadanía no es cierta. Nuestros juzgados y tribunales no se verán colapsados por la pandemia sanitaria porque ya se estaban colapsados desde hacía muchos años. Esa sobrecarga de trabajo, con decenas de miles de expedientes acumulados, retrasos en el enjuiciamiento de los litigios y tediosas dilaciones en la ejecución de sentencias, constituye una enfermedad en sí misma que nuestro sistema judicial padece desde hace décadas, sin que nadie se ocupe seriamente de revertir tan amarga realidad.
Quienes, de algún modo, trabajan en contacto con los tribunales, así como los ciudadanos que se ven obligados a recurrir a los jueces para dirimir sus conflictos, saben a ciencia cierta que el rebosamiento de los órganos que integran el Poder Judicial es tan habitual como asumido por nuestros responsables políticos con una desesperante normalidad. Demandas de despido de trabajadores con fechas de juicio años después de su presentación; reclamaciones contra la Banca por cláusulas abusivas que tardan más de un trienio en resolverse; procedimientos que, en teoría, se tramitan con urgencia por afectar a Derechos Fundamentales, pero que se desarrollan al mismo ritmo que el resto de procesos; jueces que limitan el número de testigos o de pruebas a practicar para así poder celebrar todas las vistas que tiene previstas; o funcionarios con las mesas, las estanterías e, incluso, el suelo invadido de expedientes que esperan y esperan. Esa era la cruda realidad de nuestra Administración de Justicia antes del COVID-19 y seguirá siendo la misma cuando finalice el Estado de Alarma. De ahí la famosa maldición española de “tengas pleitos y los ganes”.
Considerar que el colapso acecha a nuestros tribunales como consecuencia del Covid19 significa querer negar la realidad. Asimismo, pretender resolver o mitigar el problema habilitando las fechas del 11 al 31 de agosto o potenciando durante unos meses la celebración de vistas mañana y tarde es como aspirar a cortar una hemorragia con una tirita. Obviamente, el Estado de Alarma supone un empeoramiento del escenario, pero las causas de fondo no derivan de un virus ni se remontan al 14 de marzo.
La Administración de Justicia nunca ha representado una prioridad para los Ejecutivos de nuestro país, con independencia de las variantes ideológicas que han ocupado el sillón de la Moncloa a lo largo de la Historia. La media europea de jueces se sitúa en 21 por cada 100.000 habitantes, mientras que en España se reduce a 12. Por lo que se refiere a los fiscales, la media se traduce en 11 por cada 100.000 habitantes en los países de nuestro entorno, cifra que aquí cae hasta 5 (en este caso, menos de la mitad). Los números resultan también deprimentes cuando se comparan las inversiones, ya que a menudo nos mantenemos en esa mitad respecto a varios países vecinos.
Para colmo de males, con semejante escasez de personal y de medios, ha de hacerse frente a una de las tasas más elevadas de litigiosidad del mundo. Ya en su discurso inaugural del año judicial 2015, el Presidente del CGPJ y del Tribunal Supremo la cifró en aproximadamente 185 asuntos por cada mil habitantes, la más alta de la Unión Europea y, según otro informe sobre la materia, España es el tercer país de la OCDE con mayor número de pleitos por cada mil habitantes.
Visto lo visto, si realmente se quieren tomar en serio la Justicia y luchar para evitar su colapso, nuestros políticos deben invertir urgentemente en su Administración tratándola como lo que es, uno de los pilares esenciales sobre los que se asienta el Estado de Derecho. Y si la ciudadanía desea contar con una Justicia de calidad, ha de exigir a sus dirigentes que se ocupen de dotarla de medios personales y materiales, y de reforzar la independencia de sus órganos. De lo contrario, esta paralización continuará en el futuro tal y como sucedía antes del coronavirus y degenerará en una enfermedad crónica e irreversible.