EL COLOSO Florencia Abbate

Publicado el 01 marzo 2024 por Frank Paya @payafrank

Isla de Rodas, 270 antes de Cristo.

La isla de Rodas se encuentra situada en un punto estratégico para el intercambio con Grecia, Asia Menor y Egipto. Comercialmente, fue la ciudad más importante del Mediterráneo oriental.

Durante muchos años, Macedonia, una potencia militar de esa época, intentó invadir la isla para quebrar su alianza con Egipto. Pero Rodas logró resistir hasta que sus enemigos retiraron los barcos.

Los habitantes de Rodas vendieron un cargamento de armas que habían dejado sus rivales y, con ese dinero, construyeron una estatua en honor de Helio, el dios del Sol. La obra era tan imponente que su construcción duró doce años y fueron necesarias 300 toneladas de bronce para revestirla.

La escultura del coloso, ubicada en la entrada del puerto, medía 32 metros de alto. Su parte superior era hueca. Adentro, había una escalera que permitía subir hasta la cabeza.

Cuentan que hubo un rey en la isla de Rodas que contrató a los mejores arquitectos de su época para que construyeran una estatua en honor de Helio, el dios del Sol.

Esa obra de arte sería una manera de darle las gracias a Helio por la ayuda que acababa de brindarle a la ciudad para vencer a los enemigos. Helio les había otorgado la fuerza necesaria para rechazar la invasión de los macedonios.

La estatua era enorme. Tenía un pie apoyado en cada lado de la entrada del puerto. Su cuerpo, revestido de bronce, brillaba tanto como el propio Sol. Cada persona que se acercaba navegando a Rodas, se sorprendía al ver aparecer ese gigante resplandeciente.

Empezaron a llamarlo: “el coloso”.…

Algunos años después de que la estatua fuera finalizada, un macedonio decidió navegar hasta Rodas. Se llamaba Nicodemo y tenía un solo objetivo: vengar la muerte de su abuelo, un valiente soldado a quien los rodios habían matado durante un combate. Varios amigos intentaron convencerlo de que no valía la pena ir hasta Rodas nada más que para eso. Era una empresa muy peligrosa. Pero, desde que era chico, Nicodemo sentía en el corazón la necesidad de tomar revancha por aquella muerte. Y no hubo manera de hacerlo cambiar de idea.

A bordo del barco, el macedonio miraba ansiosamente hacia adelante. Sabía que empezaba a acercarse al imponente cuerpo del coloso, la famosísima estatua que señalaba la entrada del puerto de Rodas.

No bien lo divisó, resplandeciente, sintió el mismo fervor que las olas del mar embravecido. El coloso, con las piernas separadas y una antorcha encendida en la mano, apuntaba la mirada en dirección al horizonte. Parecía que su confianza en sí mismo no tenía límites.

Nicodemo palpó un pliegue de su túnica, para asegurarse de que ahí estaba el frasquito lleno de veneno. Había planeado una estrategia para introducirse en el palacio de Rodas y volcar el contenido del frasco en la comida preparada para el rey.

Una brisa benévola empujaba el barco hacia el puerto, mientras las nubes corrían por el cielo como enloquecidas. El ritmo de la navegación acompañaba el entusiasmo de Nicodemo, y le hacía olvidar que todavía le faltaba superar muchos obstáculos antes de alcanzar el objetivo.

Cuando la sombra del coloso lo cubrió, Nicodemo sintió que toda su vida no había sido más que la espera de ese mágico momento. Justo en ese instante, escuchó una voz que le decía:

-Te recomiendo que vuelvas al lugar de donde saliste.

Desconcertado, el macedonio levantó la cabeza. No podía creer que la escultura le estuviese hablando. El barco se había detenido. Nicodemo se puso en puntas de pie para comprobar si los labios del coloso se movían. Pero, desde la posición en la que se encontraba, era difícil que alcanzara a ver tan alto.

-Helio no aprueba los actos de venganza -le advirtió aquella voz misteriosa.

Nicodemo quedó petrificado. Un poco por el temor y otro poco por la rabia. ¿Cómo era posible que alguien conociese su plan? Y, para colmo, él ni siquiera acertaba a descifrar de quién se trataba… Cerró los ojos y respiró profundamente. Trató de ser más reflexivo. Reconoció que se había asustado. Y al abrir los ojos, descubrió a un chico justo frente a él, parado sobre uno de los pies del coloso.

La apariencia del niño era inquietante. Tenía el cabello colorado y los ojos amarillos. Llevaba puesta una rara vestimenta y sus zapatos parecían de otro mundo: eran cerrados, con dos rayitas en los costados y arriba un moño hecho con un cordón.

-¿Quién te envía? -preguntó el macedonio.

No sabía si debía confiar o preparar el cuchillo para defenderse.

-Eso no importa -dijo el chico-. Te aconsejo que no avances, porque Rodas será destruida por un terremoto.

Nicodemo se sobresaltó. Quiso reaccionar con frialdad e indiferencia. Pero, como siempre, en seguida recordó la triste muerte de su abuelo cuando lo atravesaron los flechazos de los rodios. Al revivir esa imagen, su odio reapareció con más fuerza. Llevado por la furia, tomó una piedra que había en su barco y la arrojó contra ese chiquito inoportuno.

Entonces ocurrió algo asombroso: la piedra pasó a través del cuerpo del niño sin dañarlo, entró por su pecho y salió por la espalda, como si no hubiese nada sólido en el medio. Nicodemo llegó a pensar que estaba alucinando o tal vez dentro de una pesadilla.

-Soy un fantasma del futuro -dijo el chico en un tono tranquilo.

El macedonio supuso que se burlaba de él. Nicodemo nunca había creído en los fantasmas. Y, en caso de que los fantasmas existieran, no le parecía posible que pudiesen provenir del futuro.

-Vivo en el año 2005 -siguió explicando el chico-. Vine hasta tu época en el carro del Sol. Te aviso que vengarse es rebajarse al nivel del enemigo. Únicamente aquel que renuncia a la venganza se coloca por encima del que lo ofendió.

-Sí, sí -le dijo Nicodemo, indignado-. Más te vale que me expliques cómo puedes estar tan seguro de que habrá un terremoto.

-Muy fácil. Porque aparece en los libros de historia -respondió con absoluta serenidad el niño del futuro.

El macedonio lo miró desorientado.

-Tu venganza ni siquiera llegará a concretarse -agregó el chico-. Repartir los castigos no está en manos de los seres humanos, ni siquiera de los dioses, sino de algo superior a ellos: el Destino. Y el Destino ya ha decidido que esta misma tarde Rodas caerá en pedazos.…

El mar se agitaba y unas aves giraban en círculos alrededor de la cabeza del coloso.

Dos gaviotas de alas filosas se apartaron del grupo y se alejaron hasta desaparecer en destellos plateados que se confundían con la espuma de las olas.

El macedonio contempló la trayectoria de ese vuelo y recordó nuevamente a su abuelo. Aquella injusticia ocurrida en el combate no tenía consuelo ni antídoto.

Aunque fuera insensato el plan de envenenar al rey, incluso aunque las palabras del niño fuesen verdaderas, Nicodemo no podía apagar su sed de venganza.

¡Cómo le hubiese gustado que su vida figurara en los libros de historia, y encontrar uno ahí para espiar cuál sería su suerte!

De todos modos, no había duda de que iba a seguir hasta el palacio. Él no era un hombre capaz de controlar sus pasiones. Izó la vela y entró con firmeza en el puerto de Rodas.

El niño del futuro lo miró alejarse con un gesto resignado. Luego alzó los ojos y vio cómo, a través del cielo, se aproximaba aquel hermoso carro.

Los cuatro caballos que lo arrastraban habían recorrido una inmensa distancia para venir a buscarlo. Iba conducido por Helio, el dios del Sol, quien todas las mañanas sale de su magnífico palacio en el lejano oriente y, antes de que caiga la noche, se dirige a su palacio de occidente y se acuesta a dormir. En el medio, atraviesa con su carro volador los océanos del mundo y, a veces, levanta pasajeros.

Ni siquiera el poderoso Helio podía impedir la decisión del Destino con respecto a esa isla llena de gente que lo adoraba. Por eso, mien-

tras el niño subía al carro, el dios puso unos rayos de sol en el interior del coloso. Era su señal de amor para el pueblo de los rodios.…

Los libros de historia nada cuentan acerca de la suerte de Nicodemo, aquel macedonio que no pudo vencer su deseo de venganza.

Sin embargo, nos informan que el coloso solamente duró 56 años. Cuando el terremoto sacudió a Rodas, la gigantesca estatua se quebró.

Por respeto al dios Helio, los rodios dejaron los restos donde habían caído. No se atrevieron a tocarlos.

Y se dice que, en la actualidad, Helio ilumina la isla desde abajo. Desde esos pedazos de bronce que yacen en el fondo del mar. Mientras el carro del dios aún pasea alrededor del mundo transportando a niños de ojos amarillos que viajan por el tiempo.

FIN