El columpio

Por Factotum

            Foto: Merche Valdés
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La madre empuja el columpio que balancea la felicidad de dos niñas en un parque público, una franja minada de juegos infantiles. Un sitio donde se congregan las risas y en el que la diversión deja paso a más diversión. Una zona donde la hora de la merienda reúne a los adultos entorno a una gran piedra que hace de mesa. Sobre ella colocan refrescos, bocadillos y, ocasionalmente, caramelos y golosinas. Todo sucede bajo ese cielo que la literatura y el cine han convertido en un icono protector. 
La madre de las niñas va a reunirse con los otros mayores. Les ruega que jueguen entre ellas, pero que no se peleen. Quieren saber adónde va. Y va donde siempre va cada vez que acuden a ese parque; a prepararles la merienda, a ayudar a los demás, a tomarse un café, o quizá un té. A hacer tiempo hasta la hora de regresar a casa. Las niñas se pierden las últimas frases porque ya están enfrascadas en la cadencia oscilante del columpio. Se separa de ellas y alcanza la gran piedra que ya está cubierta de bocadillos blandos, de caramelos, esta vez sí, de refrescos y frutas. Sostiene una gran taza de té en la mano. Atiende las explicaciones de una amiga sobre los últimos resultados escolares de su hijo. También escucha los progresos en la universidad del hijo mayor de otra de ellas, que estudia medicina y que apunta maneras, que quizá acabará convertido en un excelente médico capaz de sanar este mundo, puede que en un cirujano plástico que le cambie la cara a este planeta cada vez menos en forma, cada vez más destrozado. Pero le dice que somos las personas y no el mundo, que es la mano del hombre la que da y la que quita, la que cura y la que aprieta el gatillo. Todas asienten. Una pregunta qué contiene el termo de color azul. Le contestan que es zumo y se sirve un vaso. 
La madre busca con la mirada a sus hijas. Siguen a lo suyo, divirtiéndose sin conflictos. Una está justo al lado de la otra, le hace cosquillas. La que está subida en el balancín mira hacia arriba, riendo cada vez más, desternillándose finalmente. La madre llama su atención. Es hora de merendar. Poco a poco se suman las otras madres. Pero los niños no tienen hambre cuando se trata de escoger entre el bocadillo o el juego. Se acomoda, mientras las espera, sobre la yerba seca que circunda esa área de recreo. Al apoyar los codos buscando una buena postura nota cómo tiembla el suelo. Barrunta entonces el peligro. Y busca a las niñas mientras se dirige hacia ellas, no, corriendo hacia ellas. Todas esprintan hacia la salvación. Alcanza el columpio y lo frena en seco. Ellas se quejan y preguntan qué pasa, que no tienen hambre, que prefieren jugar, que después, le prometen, se lo comerán todo. Pero no hay tiempo que perder. 
La madre las empuja fuera de ese parque que la crueldad hebrea ha convertido en un objetivo, como la escuela que tuvieron que abandonar porque los misiles la borraron del mapa como se borra una mala suma en la pizarra, como aquel hospital que los tanques redujeron a escombros, como la casa de sus padres que sucumbió al voraz apetito de los soldados judíos. No hay nadie, no hay nadie, lloraban los pobres ancianos mientras observaban cómo les apuntaba el mismísimo diablo con armas de asalto. No encontraron nada. Y sin nada les dejaron. Ahora viven con su hija y con sus dos nietas.  
Esa escena tiene lugar en un parque público de la franja de Gaza. Una franja minada por la confrontación. Un sitio donde se congregan los llantos y donde la pena deja paso al luto más negro. Una zona donde la hora de la merienda puede no llegar nunca porque un cielo iracundo y preñado de maldad les ha dejado de proteger.