Presentar al impresentable dictador Pinochet como un vampiro que nació en la Francia prerrevolucionaria es una idea genial. Otra cosa es cómo se desarrolle esa idea. El conde es el retrato de una familia grotesco, con unos hijos deplorables que solo piensan en la herencia que deben recibir de su siniestro padre, mientras éste sigue chupando - literal y figuradamente - la sangre a Chile. Quizá Larrain quiere imprimir a tan excéntrico relato una lógica buñuelesca, pero le sale una película muy extraña, tan gris como su fotografía, con un guion que se mueve entre la comedia bufa y el relato de terror puro, pero sin decantarse jamás por un tono claro. También quiere ser, por supuesto, un film de denuncia política, sobre todo con la revelación final, pero se queda una obra que está muy lejos de ser redonda. Quizá un personaje tan siniestro de por sí como Pinochet no necesita ser presentado como vampiro. Un retrato realista de su vida y obra hubiera bastado para mostrarlo al espectador como un monstruo mucho más terrible que cualquier invención humana.