El conocimiento como guía

Por Av3ntura

A menudo pecamos de ignorancia, no porque seamos necios ni porque las palabras y el pensamiento nos vayan a distintas velocidades, sino porque, simplemente, no nos ha dado tiempo a descubrir muchas cosas. Y, cuando llega el momento de descubrirlas, tenemos la manía de cuestionarlas. Salirnos de la zona de confort entraña riesgos y no siempre estamos dispuestos a correrlos de buenas a primeras, sin oponer resistencia.

Frases como "Nadie puede bañarse dos veces en un mismo río", atribuida a Heráclito, nos pueden llevar a engaño porque es evidente que, mientras el río lleve agua, podríamos bañarnos en él cuantas veces quisiéramos. Pero ese argumento es propio de las personas que se quedan en la superficie de su experiencia. Sólo si atreviesen a ahondar un poco más en el asunto, se darían cuenta de que lo que hace que un río sea un río es el agua y que ésta es tan efímera como la propia vida. Sólo pasa una vez. Aunque el río nos parezca igual, la segunda vez que nos adentremos en él ya será otro. Y aunque nosotros nos creamos los mismos, también seremos otros.

Cada momento que vivimos nos va esculpiendo como estatuas de mármol, puliéndonos las aristas, definiendo mejor cada detalle. Aspectos de nosotros mismos que ni conocíamos empiezan a aflorar de repente a medida que nos vamos enfrentando a nuevos retos. Cuanto más sabemos, más tenemos la sensación que tuvo Sócrates, al deducir que no sabía nada.

El conocimiento es como un potente faro que nos enseña a ver más allá de las apariencias y a redescubrir en nuestro día a día lo que, estando a la vista, parece escondido, porque somos incapaces de verlo, de oírlo o de palparlo.

Gracias a los ojos percibimos la realidad que tenemos delante, pero no son ellos los que nos guían para que pongamos el foco en determinados detalles. Quien obra ese milagro es el conocimiento que hayamos adquirido previamente de todos esos elementos que aparecen en el lienzo instantáneo que se nos dibuja en el horizonte cada vez que nuestra mirada intenta ver algo.

Podemos estar delante de un tesoro, pero si previamente no hemos aprendido que esas piedras brillantes son esmeraldas o rubíes, sólo seremos capaces de ver piedras. Los ojos sólo nos permiten ver imágenes, pero no nos instruyen sobre la naturaleza de lo que estamos viendo.

Por eso se afirma, desde la psicología, que dos personas que contemplan una misma obra pictórica o leen un mismo libro harán dos interpretaciones completamente distintas de aquello que han visto o leído, pues los ojos nos abren ventanas en la mente, pero es el conocimiento previo quien nos guía.

Aún habiendo vivido una misma época histórica y haber pasado por situaciones muy parecidas, no hay dos personas iguales. Incluso podemos encontrarnos en la circunstancia de asimilarnos más a personas de épocas muy lejanas a la nuestra que a nuestra propia familia. Porque somos lo que vivimos directamente, pero también lo que leemos, la música que disfrutamos, las conversaciones que entablamos, la forma como desconectamos o los pasos que nos atrevemos a dar contra corriente. Todo ello nos forja en identidades únicas que enfocan una realidad única.


Mientras alguna persona que no tenga ni idea de flora ni de fauna pasee por la ribera de un río y concluya que ha visto un puente, mucha hierba, algunos árboles y ha oído píar a los pájaros, otra persona con conocimientos de botánica y de fauna salvaje, podrá describir la misma experiencia ahondando en detalles que enriquecerán su vivencia. Podrá explicarnos que el puente era de época medieval y que al acercarse a la orilla ha visto cómo tres sapos saltaban al agua al tiempo que una pequeña serpiente se deslizaba bajo la corriente. Entre las hierbas habrá reconocido fácilmente la cola de caballo, la planta de regaliz, el llantén y las ortigas. Podrá describirnos el morado de las malvas, el rojo intenso de las amapolas, las bolas del diente de león o las dragonarias o conejitos. También podrá nombrarnos los árboles que ha reconocido: fresnos, abedules, olmos y chopos. Distinguirá el trino de los pájaros y captará el vuelo de muchas mariposas. No se limitará a capturar la foto de un paisaje verde y fresco, sino que se sentirá en comunión con él, respirará hondo y avanzará despacio guiándose no por aquello que se abre a su paso, sino por todo lo que es capaz de reconocer en ese lienzo impresionante del que también forma ya parte.

Lo que hace más interesantes los viajes es lo que podemos llegar a interpretar de todo lo que hemos descubierto en ellos. Porque lo que queda para el recuerdo es lo que vivimos intensamente, que acaba traduciéndose en anécdotas que, a base de repetirlas hasta la saciedad, se cristalizan en nuestra memoria como fragmentos de ámbar que desafían el paso del tiempo.

Lo mismo ocurre con la vida en general: si nos limitamos a mirar sin ver, tendremos la decepcionante sensación de que nunca nos ocurre nada interesante.

Hemos de mentalizarnos de que, para que la vida nos resulte interesante y motivante, le hemos de poner más interés y más motivación a todo lo que hacemos en ella. Las cosas no nos pasan, sino que somos nosotros los que, con nuestras actitudes, hacemos que nos pasen o no nos pasen.

Ese detalle es el que marca la diferencia entre tener una experiencia sensacional o pasar una tarde de lo más tediosa, haciendo exactamente lo mismo.

A la vida hay que ponerle pasión y ganas. Hemos de estar abiertos de par en par y no desaprovechar ninguna oportunidad de aprender más cosas, de descubrir los mundos que aparecen tras las superficies en las que no detectamos, aparentemente, nada que nos llame la atención. Si no conocemos lo que están viendo nuestros ojos u oyendo nuestros oídos, es imposible que nos llamen la atención. La atención hay que entrenarla a base de atesorar nuevos conocimientos.

Aunque parezca una broma, puede ocurrirnos que nos pasemos toda la vida buscando algo que nos haga sentir mejor y no llegar a encontrarlo en años para descubrir mucho tiempo después que lo teníamos delante, pero fuimos incapaces de detectarlo entre la maleza que envolvía nuestro día a día. Mirábamos sin ver, porque la mente sólo ve lo que reconoce y, cuando se sabe de antemano derrotada, es incapaz de detectar un rayo de luz entre la oscuridad.

Estrella Pisa.

Psicóloga col. 13749