No sé cuántas veces habré defendido por aquí aquello de que el carácter huraño, déspota, soberbio o autocomplaciente de un autor no debería, de ningún modo, condicionar la opinión que tengamos de su obra ni desmerecerlo como artista. La última, creo, con ocasión de la ruin necrológica que Bárbara Celis le dedicó a nuestro idolatrado Salinger el pasado 28 de enero. Nunca he tratado, sin embargo, de la otra cara de la moneda, la integrada por aquellas obras que han recibido más atención y elogios de los que merecían, tan sólo por haber sido escritas por alguien con una biografía digna de Hollywood, por ejemplo, o con determinadas convicciones políticas.
He aquí una novela que encaja a la perfección dentro de este último grupo: El conspirador de Humphrey Slater. Del tal Slater se nos cuenta en la contraportada de la edición de Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores que probablemente “sea el novelista más misterioso del siglo xx” y que fue considerado por Isaiah Berlin “uno de los narradores que mejor comprendió la verdadera faz del comunismo”. Que así sea, si así lo quieren. Admitamos pulpo como animal de compañía. Lo que no estoy dispuesta a admitir es que El conspirador sea “un magistral relato acerca de la lealtad y la traición escrito en una prosa irónica y mordaz” ni que sea “una novela emocionante y de acción trepidante”. Nada más lejos. Es cierto que El conspirador aspira a ser una novela negra de corte clásico pero se queda en mero y burdo esbozo y no consigue remontar el vuelo, lastrada por un fallido planteamiento inicial. Dice el tópico -y la canción- que en la vida todo depende del color con que se mire. Lo mismo ocurre en literatura. ¡Ay, la perspectiva! Igual que narradores como nuestro Lazarillo de Tormes, Huck Finn o, por supuesto, Holden Cauldfield, son capaces de elevar a cotas insospechadas una trama, una elección errónea puede hundir en el más espeso de los fangos una historia prometedora. Y esto es justo lo que ocurre en El conspirador, cuyo narrador omnisciente destruye cualquier posibilidad de suspense y de la terrible sorpresa anunciada por la contraportada en un ejemplo flagrante de publicidad engañosa. Una historia como esta funcionaría tan sólo narrada por la inocente Harriet, o, quizá, si de ser originales se trata, por el traidor; no desde la perspectiva de uno y otro alternativamente ni, desde luego, desde la de la prima Caroline o la de los prebostes del KGB.
Así que yo que Vds., no leería.