Por aquel entonces se logró una victoria social en Ecuador. El seguro social accedió a proveer gratuitamente el servicio de hemodiálisis para los asegurados. Sin embargo, no todo salió como se esperaba. El seguro no tenía capacidad para atender la nueva demanda, por lo que se vio en la necesidad de subcontratar.
El consultorio del doctor Segundo Galarza era uno de los centros donde el seguro remitía a los nuevos pacientes. Cada semana, una veintena de pacientes visitaba el consultorio para realizarse el procedimiento. Entre ellos estaba Marcos Sánchez.
A sus diez años le diagnosticaron un problema crónico de tiroides y hepatitis C, lo que degeneró en insuficiencia renal. Luego de muchos estudios, los galenos llegaron a la conclusión de que su única esperanza de supervivencia era un trasplante de riñón.
Por su parte, la madre de Marcos estaba aliviada con la nueva medida del seguro social. Era casi una bendición el hecho de no tener que pagar las constantes diálisis de su hijo; y el diagnóstico de la necesidad de un trasplante, lejos de desanimarla, le daba esperanzas. Sólo había que esperar un riñón donado y así su hijo mejoraría su decadente salud.
Pasaban los días y los pacientes iban y venían del consultorio con normalidad. Cada día que Marcos acudía a su procedimiento de rutina pensaba que si algún alquimista medieval viera como se realiza el proceso de una hemodiálisis quedaría profundamente impactado. Pensaría que es un asunto sagrado y sanador. Los alquimistas valoraban mucho la sangre como símbolo de vida, y un aparato que no sólo la saca del cuerpo y la devuelve a él, sino que además la limpia de las impurezas, sería para ellos casi tan sorprendente como la piedra filosofal. ¡Pensamientos de muchacho soñador!
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Luego de unas cuantas semanas sucedió algo extraño. El consultorio del doctor Galarza estaba cerrado, con un sello de clausura y no dejaban entrar a los pacientes. La madre de Marcos se acercó a los demás pacientes para preguntar qué sucedía. Pero nadie le daba mayor información, excepto una enfermera, que le dijo que debía retirar un ticket del seguro social para que la remitan a otro consultorio. La madre de Marcos lo tomó sin mirarlo mucho y se marchó.
Al día siguiente, aún sin haber observado en detalle el ticket, la madre de Marcos salió de su casa para dirigirse al nuevo consultorio. Esperó alrededor de una hora, cuando, por fin, el marcador mostró su turno. Ella se disponía a levantarse cuando reconoció el rostro de uno de los pacientes que frecuentaba el ahora clausurado consultorio del doctor Galarza, pero no alcanzó a saludarle ni preguntarle nada, porque esa persona salió veloz, con un rostro que reflejaba desesperación e indignación al mismo tiempo.
Resulta que el ticket que la madre de Marcos no revisó, tenía algo inusual. El título del médico al que remitieron a su hijo, era de psiquiatra, no de nefrólogo. Cosa de la que se percató minutos antes de la consulta. Ella decidió entrar de todas formas, para ver si el doctor la ayudaba a conseguir una cita con un nefrólogo ese mismo día. Sin embargo, el psiquiatra le dijo que lo del ticket no era un error, y que a él se le asignó la tarea de informar una terrible noticia a los ex pacientes del doctor Galarza.
El psiquiatra, luego ciertas frases de ánimo –que lo que lograron fue angustiar más que tranquilizar a Marcos y a su madre–, les notificó que el consultorio del doctor Galarza fue clausurado a causa de negligencia en sus procedimientos, motivo por el cual sus veintiún pacientes –incluido Marcos– fueron contagiados del mortal virus del VIH.
Las lágrimas no se hicieron esperar en la madre, que fue irónicamente consolada por su hijo condenado a muerte. Al pequeño Marcos no solo lo mataría el virus, sino que su estado seropositivo eliminaba por completo su candidatura al trasplante, lo que aumentaría aún más su agonía.
Los veintiún pacientes se unieron en una denuncia colectiva en contra del doctor Galarza, quien logró burlar a la justicia y darse a la fuga. Los medios de comunicación ayudaron a difundir el caso, pero la corrupta justicia del país era una dama vestida de impunidad, con una venda de billetes en su rostro, por lo que poco pudo hacerse por ellos.
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Pasaron los años y los infectados con el mortal virus fueron muriendo uno a uno. El pequeño Marcos fue creciendo con una condena corriendo por sus venas. Cada muerte de sus compañeros en desgracia le recordaba el trágico fin que le esperaba.
La tragedia, lejos de derrumbar la joven alma de Marcos, lo fortaleció. Se hizo activista, promoviendo una causa muy noble: la prevención del VIH. Además decidió que su caso y su vida debían conocerse, por lo que empezó a escribir un libro basado en ello.
Al final, los veintiuno se hicieron uno y Marcos ya sentía cerca su final.
Los últimos años de la vida de Marcos Sánchez fueron duros. La combinación de sus múltiples enfermedades llegó no solo a producirle tumores, sino que también lo postraron en una silla de ruedas. Una fundación intentó conseguirle una vivienda propia y un acondicionador de aire –su enfermedad le causaba bochornos cada vez menos aguantables-, pero solo lo segundo fue posible.
Eventualmente, Marcos murió, y con él, el clamor de veintiún personas cuya muerte prematura se vio agravada con un indignante sabor a impunidad.
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Luego de las averiguaciones pertinentes, se determinó que las infecciones por VIH ocurrieron porque, en un intento por reducir costos, en el consultorio de Galarza se reutilizaban jeringas y filtros de las máquinas de hemodiálisis.
El doctor Galarza jamás volvió a pisar suelo ecuatoriano. En la actualidad se encuentra ejerciendo la medicina en Miami. Nadie llegó a cumplir sentencia alguna.
*Historia basada en hechos reales.