Cuando un iluminado se aburre, suele ponerse a juguetear con algunas de las obsesiones del gremio de los iluminados: los saberes esotéricos que poseían los templarios; las pruebas arqueológicas de que los extraterrestres nos visitaron y sembraron la tierra de pirámides; toda la gente que visitó el continente americano antes de Colón (leyéndoles uno llega a la conclusión de que, menos los suizos de Guillermo Tell por razones obvias, el resto de la Humanidadse había dado una vueltecita por América, pero se lo tenían callado para que nadie les robase la idea); y la búsqueda de civilizaciones desaparecidas y avanzadísimas a las que se tragó el océano. El padre de esta última obsesión es Platón, que creó el mito de la Atlántida. Nome consta que nadie hubiera escrito sobre la Atlántida antes que él, pero después anda que no ha corrido tinta. En el siglo XIX, como lo de la Atlántida ya empezaba a estar muy visto (desde un punto de vista teórico, porque lo que se dice pruebas tangibles…), a alguien le dio por especular que lo mismo había algún otro continente sumergido en el Pacífico, que aún estaba bastante inexplorado, y mira por donde, los iluminados encontraron que lo había: el continente perdido de Mu.Todo empezó con Augustus Le Plongeon, un hombre que en la segunda mitad del siglo XIX exploró las ruinas mayas con más imaginación que método científico. En su descargo hay que decir que muchas técnicas científicas que luego se han aplicado a la arqueología estaban aún en pañales. Sus delirios están escritos en sendos libros que serían una joya del humor si no fuera porque él se los tomó en serio: “Misterios sagrados entre los mayas y los quichés” y “La Reina Mooy la Esfingeegipcia”. El prefacio al segundo de estos libros no ofrece desperdicio. En él afirma que los principales geólogos modernos piensan que América es el continente más antiguo y que el hombre ha vivido ahí desde tiempo inmemorial. Por una casualidad, resulta que los antiguos sabios mayas pensaban lo mismo y que en esto los antiguos egipcios estaban de acuerdo con ellos. Le Plongeon descubre que el nombre maya está extendido por todo el planeta como sinónimo de poder y sabiduría. Valmiki en el “Ramayana” describió a los mayas como “grandes navegantes, guerreros terribles, arquitectos experimentados”. Los cartagineses, que sabían que en el continente americano se vivía de puta madre, tuvieron que promulgar una ley en el 509 a.C. para frenar la emigración, porque toda la gente se les estaba yendo en pateras al oeste. Fueron los romanos que no sabían navegar los responsables de que el Mundo Antiguo se olvidase de América.
Sin embargo, “abundantes pruebas de los contactos íntimos de los antiguos mayas con las naciones civilizadas de Asia, África y Europa se encuentran en los restos de sus ciudades arruinadas. Su arquitectura peculiar, que incorpora sus conceptos cosmogónicos y religiosos, se reconoce con facilidad en los antiguos monumentos arquitectónicos de India, Caldea, Egipto y Grecia; en la gran pirámide de Gizah, en el afamado Partenón de Atenas… Y es que los mayas crearon una civilización de la leche, que creó colonias por todo el planeta.
En la segunda mitad del siglo XIX una de las aficiones más extendidas era la de buscar continentes sumergidos. Mientras Le Plongeon (cuyo apellido en francés podría precisamente traducirse como “tirarse a la piscina”) redenominaba “Mu” a la Atlántidade toda la vida, en el Índico el zoólogo Philip Sclater andaba como loco buscando un continente hundido para que le cuadrasen los datos. Resulta que en la India hay restos de lemures, un animal que todavía existe en Madagascar, pero no en África donde no hay ni restos. Dado que los lemures sólo saben nadar hacia abajo y dado que entonces se ignoraba la deriva continental, la única explicación lógica parecía ser la existencia prehistórica de una conexión terrestre entre Madagascar y la India.
Sclater era un zoólogo con un problema para el que había buscado una explicación plausible dados los conocimientos científicos de la época. Lo malo es que su explicación había excitado los apetitos del batallón de iluminados en busca de continentes sumergidos.
Sclater abrió el apetito de los iluminados y el naturalista alemán Ernst Haeckel remató la jugada. Dado que por aquel entonces no se habían encontrado todavía los fósiles de homínidos que más tarde se encontrarían en el África oriental, Haeckel aventuró que los lemures podían ser los antepasados de los humanos y que si no aparecían fósiles antiguos era porque se hundieron con la antigua Lemuria. Según Haeckel: “El hogar primigenio probable o “Paraíso” se asume aquí que es Lemuria, un continente tropical que ahora se encuentra sumergido en el Océano Índico. Su existencia en la era terciaria parece muy probable por numerosos hechos de la geografía vegetal y animal. Pero también es muy posible que la hipotética “cuna de la raza humana” se encuentre más al este (en Indostán o más allá) o más al oeste (en África Oriental).” A mí me encanta cómo se la coge con papel de fumar: empieza afirmando que el hombre apareció en Lemuria y luego, por si acaso, va extendiendo el área; asumo que el “más allá” del Indostán sirve para el caso de que el hombre hubiera aparecido en Vitigudino. Sin embargo, los iluminados no se fijaron en que Haeckel se la cogía con papel de fumar. Ellos se fijaron en que ya sabían dónde estuvo el Paraíso y que, para mayor intríngulis, se trataba de un continente sumergido.
Para que todas estas elucubraciones sobre un continente sumergido en el Índico se convirtiesen en La Gran PajaMental, hizo falta que naciese un personaje excepcional. Ese personaje fue Madame Blavatsky.
Nunca he tenido claro hasta qué punto Madame Blavatsky era una chiflada, una estafadora o una mentirosa compulsiva. Que consiguiera crearse una cohorte de seguidores a pesar de los batiburrillos infumables que escribió es una prueba más de que el ser humano es, además de ignorante, bastante lelo. Si Blavatsky hubiera vivido en nuestros días, habría sido una invitada constante en los platós de televisión, así que hemos tenido suerte de que naciera en 1831.
En 1888 Madame Blavatsky publicó “La doctrina secreta”, algunas de cuyas partes son una especie de Lonely Planet para los intrépidos viajeros a Lemuria y la Atlántida. No he tenido la paciencia de meterme con “La doctrina secreta”, así que lo que sé sobre Lemuria lo he sacado de William Scott Elliott, un discípulo de madame Blavatsky, que en 1904 publicó un librito titulado “La perdida Lemuria”, que es más corto y legible que la obra de la buena señora.
Scott Elliott nos hace el inmenso honor de transmitirnos mapas de cómo eran la Atlántida y la Lemuria primigenias, aunque advierte que “siempre dijimos que los mapas de la Atlántidano eran exactos en latitud ni longitud, y mucho menos exactos han de ser los de Lemuria, si tenemos en cuenta las enormes dificultades opuestas a su trazado.”Esto es como si dijéramos que vamos a hacer un dibujo un poco impreciso del tracto duodenal de un centauro. En su afán de exactitud científica, Scott Elliott advierte que no está seguro de si los mapas fueron “trazados por instructores divinos cuando aún existía el continente o si datan de la época atlante” o si fueron comprados en una gasolinera.
Pero la cuestión de los mapas es pecata minuta si la comparamos con la del aspecto de los lemures: “Eran de gigantesca estatura (de 3,70 a4,60 metros), piel de color amarillento muy oscuro, mandíbula inferior alargada, rostro chato, ojos pequeños y tan apartados uno de otro que lo mismo veían de frente que de costado, mientras que el tercer ojo, abierto en lo alto de la cabeza, donde, como es natural, no brotaba pelo, les permitía también ver en aquella dirección.” Originalmente eran hermafroditas, pero eso de reproducirse a base de hacerse pajas, terminó aburriéndoles. Por cambiar un poco y conocer gente, acabaron tirándose a una especie de monos que había en África. Eso causó su decadencia, pero a cambio se lo pasaron de miedo.