Laura Gutman nos explica en este texto cómo influyen nuestras carencias emocionales en cómo vivimos y sentimos la maternidad
Nace un niño. Supongamos que somos una madre amorosa con intenciones de cuidarlo, protegerlo y amamantarlo. Rápidamente el niño deseará algo diferente a lo que una misma desea. Querrá succionar el pecho materno cuando ya no estamos disponibles. Llorará cuando consideremos que lo hemos acunado suficientemente. Gritará con desesperación cuando deseemos conversar plácidamente unos minutos con nuestra mejor amiga. En fin, no necesitamos ninguna situación extrema para darnos cuenta que el niño, aunque muy pequeñito, es un “otro”. Y como tal, irrumpirá en nuestro campo emocional buscando “hacerse un lugar”. Si provenimos de una vivencia infantil de amparo y cuidados maternantes, no sucederá nada. No habrá conflicto. Pero si provenimos de historias de desamparo en mayor o menor grado....inmediatamente -e inconscientemente- se declarará la guerra. Las madres -intelectualmente disponibles pero emocionalmente necesitadas- buscaremos alianzas. Alguien que nos dé la razón y que nos asegure que la actitud del niño es incorrecta. Eso es fácil de encontrar. Desde el punto de vista del adulto, tendremos argumentos suficientes para tener razón. En cambio desde la realidad del niño pequeño y dependiente de los cuidados maternos, sentirá impotencia, desesperación, furia y dolor. Así nace la violencia en el mundo: partiendo de cada relación íntima entre las madres infantiles y necesitadas y nuestros hijos pequeñisimos y necesitados. Así nacen las guerras cotidianas. Y así se perpetúan luego en mayor escala. ¿Cómo generamos las guerras cotidianas? Es fácil. En principio, no dando crédito a aquello que le acontece al niño. Interpretando a nuestro antojo y tildando de “caprichosa” cualquier necesidad genuina. Punto final. Hemos ganado una batalla. Nunca nos enteraremos qué necesitó nuestro hijo. Lo más lamentable para el niño pequeño, es que tiene necesidades viscerales que no comprende y que los adultos no averiguamos ni traducimos. Por lo tanto, el mismo niño no las comprende dentro de sí. Sólo siente vacío, hambre, soledad o miedo. Luego -en este ambiente de hostilidad- organizará diferentes sistemas para defenderse, que serán sus mecanismos de supervivencia emocional. A medida que crezca, se convertirá en un adulto parecido a todos nosotros: necesitado, hambriento, temeroso, vengativo o reactivo. Por eso, si nos interesa disminuir la violencia en el mundo, comencemos por averiguar cuánto hemos sido desamparados durante nuestra infancia, qué hemos hecho para sobrevivir y cómo podemos cortar hoy las cadenas de venganza emocional, para que las nuevas generaciones crezcan en el amparo y el amor. Laura Gutman