El otro día un amigo me pedía explicaciones de esta pasión que siento por Greenaway. Obviamente, él no la tiene. Y ya se sabe, Greenaway es uno de esos directores que levantan pasiones, perfectamente comprensibles, y también odios inexplicables.
Pues bien, vamos a tratar de explicar qué hay en la película de Greenaway, que a mí me apasiona, y que él no ve.
Posiblemente, todo lo que escriba a continuación esté lleno de spoilers.
El guión: La acción transcurre en una mansión rural, propiedad del señor Herbert. Su mujer, durante una ausencia de éste, contrata a un dibujante, el señor Neville para que haga seis dibujos de la mansión. Éste acepta, añadiendo como cláusula del contrato que deben mantener relaciones sexuales. Durante la realización de estos dibujos, aparecen objetos que no están en sus sitios habituales, relacionados con el señor Herbert, y que presagian su muerte.
Una vez terminados los dibujos, la señora Talmann, hija del señor Herbert, le propone al dibujante otro contrato, en los mismos términos que el de su madre. Seis dibujos en los que seguirán apareciendo indicios de la muerte del señor Herbert, como finalmente ocurre.
Al terminar los dibujos, el señor Neville abandona la mansión. Volverá a ella más tarde, y algunos cambios se habrán producido. Descubre, además, que la señora Talmann está embarazada, y puesto que su marido es estéril, él es el padre. El dibujante les propondrá a las damas realizar un último dibujo, el número trece, en el mismo lugar donde se encontró el cadáver del señor Herbert. Dibujo que quedará inacabado, pues se produce un asesinato. Y fin. ¿Genial, verdad?
¿Guión? Ya sé que no se trata de un guión muy tradicional. De hecho, la idea de la película no se forjó a partir de un guión, estrictamente hablando, sino de unas localizaciones, unos diálogos inconexos unos con otros, una música, unos dibujos... Ni siquiera los personajes eran "de carne y hueso", sino que funcionaban como arquetipos. Y como tales, su funcionamiento debe interpretarse en código de artificiosidad. Lo adivinaremos las pelucas, completamente exageradas. El ropaje: el señor Neville vestirá de negro cuando los habitantes de la mansión visten de blanco durante la primera parte; en la segunda parte de la película, ocurrirá al contrario. La afinidad: no existe. Ningún personaje es un héroe. Ninguno despertará nuestra simpatía. La música: el minimalismo de Nyman forja un duro contraste con la época que se recrea (la película está ambientada en el año 1694, durante el barroco tardía), época que se caracterizó igualmente por luchas incesantes entre católicos y protestantes. La cámara estática (sólo utiliza un ligero travelling en las escenas de las comidas). El lenguaje hablado, extremadamente literario, redunda en esta idea de que asistimos a una película antinatural.
¿Es esto lo que no gusta? Tal vez. Si queremos ver luz natural, diálogos acordes al desarrollo de una acción, escasa contemplación intelectual, estructura literaria sobre la que asienten los demás elementos fílmicos, resolución afirmativa de los enigmas planteados, etc., si queremos ver todo eso en una película, repito, tal vez no nos guste esta película ni, en general, el cine de Greenaway. Pero así como no le pedimos a un pintor que "repita" la fórmula de Velázquez o Goya, ¿por qué exigimos del cine que repita los modelos de Hitchcock o Wyler?
Pero, aparte de todas las consideraciones intelectuales de la película, por las que profesaremos mayor admiración o aversión, está el componente plástico, fundamental en Greenaway. Cada fotograma es un cuadro. Podemos imaginarnos este aspecto museístico del director galés como la llave maestra que abre su cine al entendimiento. Imaginemos que entramos en cualquier museo. Imaginemos que todas las imágenes que allí se reúnen, en realidad inconexas unas de otras, cuentan una historia que está por descubrir. Imaginemos que eso puede ser el guión de una película.