El corazón de la cruz

Publicado el 24 junio 2012 por Rubencastillo

Jorge Luis Borges, el Gran Irónico, comentaba displicente que la fórmula viaje espacial (tan cacareada por rusos y americanos durante las décadas de los cincuenta y los sesenta) era una tautología, porque todos los viajes se desarrollan en el espacio. Y aunque no le faltaba razón al escritor argentino convendremos en que ciertos viajes que nos vienen propuestos desde el mundo de la literatura no son simples recorridos topográficos, simples senderos que se recorren a caballo o a pie. Ni el camino que se disponía a emprender el personaje de Antonio Machado, ni las trochas que fatigó el hidalgo Alonso Quijano por La Mancha, ni la larga senda que siguió el Eremita de Miguel Espinosa eran sólo kilómetros y polvo.En su última novela (titulada El corazón de la cruz y premiada con todos los honores en el certamen “Caravaca, Ciudad Santa”), el escritor Santiago Delgado nos pone ante los ojos otro viaje, no menos simbólico y llamativo: el que rotura el barón alemán Hermann von Schweich cuando decide, en plena Edad Media, que la única forma de que su hijo Dieter sane de sus terribles dolencias es que él realice un sacrificio, abandone sus tierras y parta hacia Tierra Santa, de la que volverá con el corazón purificado. Este viaje se va complicando conforme avanzamos por las páginas del libro, porque Hermann no es el eje de una novela de cruzados, sino que su andadura adquiere pronto dimensiones míticas. En varias ocasiones asistirá a un extraño fenómeno que se le da a conocer como tiempo llanoy que consiste en alteraciones de la cronología ordinaria, fisuras espacio-temporales en las que podrá conocer a personajes como Bernardo de Claraval (gran promotor de la orden del Císter y del canto gregoriano), Pedro el Ermitaño (líder espiritual de la Cruzada de los pobres), Giotto (pintor que impulsó el Renacimiento italiano), Beato de Liébana (célebre comentarista del Apocalipsisde san Juan) o Ibn Arabi (el místico sufí nacido en Murcia en el siglo XII). Y no perdamos de vista los tres episodios quizá más llamativos de todos: el recogimiento con el que todos escuchan en Berceo a un poeta llamado fray Gonzalo (páginas 184-190); el simpático episodio que puebla el capítulo XL, donde leemos la composición literaria que el deán de Lugo ha rimado en honor de san Froilán (sin que tardemos en darnos cuenta de que el citado autor, el deán Rubén, no es otro que Rubén Darío); o la divertida secuencia en la que la vieja Etheria charla y charla, con desparpajo casi irreverente, acerca de todo lo humano y lo divino ante Hermann (páginas 253-258)... Como se puede ver, una mezcla de religiones, ideas y tiempos que enriquecerá el alma del antiguo barón germano y que le hará ver la luz. La auténtica luz.Ese ambiente mágico, de tiempos fracturados y convergentes, continúa en el momento en que el protagonista sufre una bilocación y se dirige, a la vez, hacia Fisterra (donde se le ha anunciado que encontrará la paz interior) y hacia Caravaca de la Cruz (donde debe entregar una reliquia que porta en su pecho), una escisión de índole espiritual que nos conduce directamente hacia el término de la novela: un doble delta alegórico-epifánico que el novelista remata de prodigiosa manera. Si Santiago Delgado ya había conseguido en otras obras unos finales excelentes (estoy pensando sobre todo en El rey mago perdido, tan tierno como insuperable), aquí lo vuelve a lograr.También fulge en estas páginas la habilidad con la que Santiago Delgado alcanza (y es proeza muy frecuente en él) una prosa aromada de arcaísmo, merced a media docena de recursos que maneja como nadie: la anteposición de adjetivos al sustantivo (líbico golfo, siciliana costa, mahometana cimitarra); la frecuencia hiperbatónica (que consigue doblar la música de la frase e imprimirle tirabuzones); el manejo de pronombres enclíticos con gran profusión (maravillóse, encogiéronse); la frecuentación de vocablos en desuso (cabe, allegarse, ancilar, acullá); etc. En síntesis, una prosa que imita con fidelidad casi fotográfica la que hubiera podido componer un escritor de hace siglos, lo que convierte la lectura en un gozo para la inteligencia. Una espléndida cubierta del pintor blanqueño Pedro Cano redondea este volumen editado por Tres Fronteras, que no deberían perderse.