Leer | Juan 1.9-29 | Usamos diferentes nombres para referirnos a Jesús —Cristo, Maestro, Mesías, Profeta y Rey, entre otros. Pero un nombre sobresale como una descripción completa del propósito del Señor: el Cordero de Dios. Sus milagros y sus enseñanzas fueron notables, pero aun mayor fue su muerte en la cruz.
El sacrificio de nuestro Salvador fue el punto central del plan del Padre celestial para la humanidad. Desde el comienzo, Dios ha tratado con los pecados de su pueblo por medio de una ofrenda de sangre. Él mismo realizó el primer sacrificio cuando mató un animal y utilizó su piel para cubrir a Adán y Eva.
Levítico 17.11 nos dice que la vida está en la sangre y que ésta fue dada “para hacer expiación”. Ezequiel añade: “El alma que pecare, esa morirá” (18.4). El pecado siempre exige la muerte debido a la justicia y la santidad de Dios. O bien una vida tiene que morir como pago por el pecado, o una vida tiene que ser dada como pago por la culpa de otro.
La manera como Dios se ha ocupado del pecado del hombre es por medio de un sacrificio. Jesús vino para cargar con el pecado de toda la humanidad: Asumió la responsabilidad total por todas nuestras culpas e iniquidades, para que pudiéramos ser libres del castigo. Por su muerte, somos hechos justos y santos a los ojos de Dios.
¿Por qué es importante referirse a Cristo como el Cordero de Dios? Porque al hacerlo se reconoce la muerte expiatoria en la que Dios desató su furia y su juicio sobre el Señor Jesús. Como resultado, podemos estar delante Dios y decir: “Gracias, porque puedo llamarte mi Padre”.
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