El cordero de Dios

Por Elprofedice

El verdadero espíritu navideño tiene forma de coincidencia, o al menos así lo ha sido en esta ocasión para mí. Eran aproximadamente las diez de la noche del veinticuatro de diciembre, noche de Nochebuena, cuando nos dirigíamos de vuelta a nuestra cabaña por un camino de ripio después de un largo día explorando el sur de Chile. Sin querer, pero de alguna forma también queriéndolo, nos dimos cuenta de que estábamos a más de once mil kilómetros de nuestras familias y nos pusimos un poco melancólicos. Fijábamos la mirada con dificultad en el horizonte que el oscuro camino nos devolvía para no vernos obligados a celebrar la Nochebuena en la cuneta, y justo cuando menos lo esperábamos surgió un cordero de la nada. Obligados, paramos para ver de qué se trataba y nos encontramos con su dueño, un mecánico muy especial y de nombre Alejandro. Su padre y su hermano también se llamaban así, y eso a pesar de que no es un nombre nada común en esta zona del mundo. Para los que no lo sepáis, mi hijo también se llama Alejandro… ¿Coincidencia? Podría serlo si además de eso el papá y el hermano, los dos presentes en aquel encuentro, no fueran además maestros de escuela como yo. La Navidad, sin ninguna duda, se estaba cuajando en aquel establo; un taller mecánico que durante unas horas se convirtió en el mejor lugar del mundo para nosotros.

Mucho antes de ver al niño ya nos habían invitado a que nos quedáramos a cenar con ellos y compartiéramos el cordero que nos había sorprendido en el camino. Como es lógico, no me lo podía creer. Aquello superaba cualquier predicción que mi loca imaginación pudiera fabricar. Pero lo mejor de todo es que era justo lo que necesitábamos en aquel momento. Habíamos viajado al sur para recuperar un poco de oxígeno durante la Navidad y retomar la vuelta con energía. De hecho, tan solo unos minutos antes nos habíamos acordado de que una Navidad sin familia no puede ser realmente una Navidad… Debe ser que ‘alguien’ escuchó nuestra conversación mientras procurábamos mantener el control del coche a pesar de las piedras. ‘Alguien’ puso aquel cordero en nuestro camino… ‘alguien’ más grande que yo me presentó a aquel pobre animal… Comimos, bebimos y fumamos hasta no poder más. Os aseguro que me sentí como en mi propia casa en aquel taller mecánico e intenté compartir con ellos lo mejor de mis relatos, agradeciéndoles mil y una veces la invitación. Hay cosas que, a pesar del anuncio, verdaderamente no tienen precio. Ellos nos contaron sus vidas, pero sobre todo nos volvieron a demostrar una vez más que el que menos tiene es el que más da, que quejarse no vale de mucho, y que lo que realmente importa ni se vende ni se compra.

¡¡GRACIAS, MUCHAS GRACIAS!!


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