Por Lidia Ferrari
Como dice la ciencia médica, si se aíslan los contagiados el virus queda reducido a ese estrecho lugar y desaparece la irradiación.
Claro, en un planeta hiperconectado pueden algunos infectados viajar y esparcirlo. Pero siempre será necesario ese contacto corporal. En cambio, la noticia del virus, es decir, la palabra coronavirus se sigue esparciendo al infinito por las redes sociales, por el mundo de las noticias. Todos hablan de ello. En las escuelas los chicos no hacen chistes sino del coronavirus. Cuando alguien tose en el planeta infectado de las palabras coronavirus y China, sus vecinos se sobrecogen por el temor, reaccionan como si todo el sentido de la vida pasara, ahora, por el virus y su carácter mortal.
Lo que se extiende como una epidemia sin remedio es el virus de la palabra que inocula cada alma y la obliga a pensar sólo en eso. El lenguaje te apresa y, si todos hablan de eso, no hay manera de que no seamos inoculado por ese virus cuyo minúsculo ser concreto quizás ya haya sido aislado, controlado.
Existen algunas palabras particularmente virales: son aquellas que anuncian una amenaza de algún tipo y usufructúan de este carácter contagioso de la palabra. Cuando alguien expande el carácter amenazante de la palabra, todos quedarán conmovidos y, como ocurre con el contagiado, será un propagador de esa amenaza.
El valor extremo, excesivo, que tienen los medios de comunicación y las redes sociales muestra que la palabra es el medio por el cual cualquier enunciado puede volverse viral y que es ella, la palabra, la que muestra su carácter letal esparciendo una amenaza, una sospecha, una calumnia, un estigma.
Lidia Ferrari