En Italia se han disparado las ventas de una novela escrita en 1947. Se trata de ‘La peste’, de Albert Camus. El otro día nos levantamos con la noticia del confinamiento de 16 millones de italianos en la región de Lombardía y en otras 14 provincias del país, ante la propagación del coronavirus. Con posterioridad, la cuarentena se extendió a todo el territorio nacional. Camus localizó su obra en la ciudad argelina de Orán, pujante enclave portuario del Mediterráneo, donde una epidemia comienza por acabar con las ratas. Las autoridades tardan en reaccionar ante lo evidente. Un miembro de una comisión sanitaria que interroga al médico Bernard Rieux, quien detectó el brote y dio la voz de alarma, le pregunta si está seguro de que se trata de la peste. Él le responde, con la urgencia clarividente del que sabe bien de lo que habla, que no es tanto una cuestión semántica, de vocabulario le dice, como una cuestión de tiempo.
En Italia y también en Francia, países cercanos al nuestro, se han ido adoptando estos días, de manera progresiva, medidas mucho más drásticas que en España frente al coronavirus. Y esto preocupa a un considerable sector de la sociedad española que creyó observar cierta inacción gubernamental. En la primera de las naciones mencionadas, como en ‘La peste’ ocurre con Orán, se ha confinado a la población por temor a que se extienda la enfermedad. La noche anterior a que entrara en vigor el primer decreto, algo que hemos visto tantas veces en las películas sobre la Segunda Guerra Mundial, resultaba desolador contemplar cómo la estación ferroviaria de Milán era un continuo trasiego de gentes arrastrando maletas e intentando abandonar la zona cero para ponerse ‘a salvo’, fuera del perímetro establecido entonces por su Gobierno. Estas situaciones límite suelen sacar lo mejor y lo peor del género humano y, como señala el protagonista de la novela de Camus, en el hombre, por regla general, suele haber más cosas dignas de admiración que de desprecio.
Ya en 1981, como se viene difundiendo profusamente, el novelista estadounidense Dean Koontz describió de forma premonitoria y con gran precisión, en ‘Los ojos de la oscuridad’, la creación de una potente arma biológica en unos laboratorios de la ciudad china de Wuhan, precisamente, la zona cero del coronavirus. Y en 2009, el escritor y empresario catalán Pablo Caralps publicó otra novela, que tituló ‘Gripe mortal’, cuyo argumento se basa en la trama protagonizada por los propietarios de un laboratorio farmacéutico que atravesaba un momento económicamente delicado. A estos desaprensivos no se les ocurrió mejor idea que robar una cepa del virus de la gripe española de 1918, que resultó extremadamente letal, y practicar una mutación para propagarla a escala mundial. Al tiempo, en su estrategia homicida, elaboraron una vacuna para combatirla, evidenciando no solo ya su falta de ética sino, lo que es mucho peor, convirtiéndose en auténticos criminales contra la Humanidad. Las autoridades sanitarias, como es lógico, se vieron obligadas a caer en las garras de estos execrables especuladores de la salud humana.
En estos días escuchamos muchas teorías sobre el verdadero origen del coronavirus, ya declarado como pandemia, cuya primera referencia se tiene datada el último día del año 2019 en el mercado de mariscos de Wuhan. Como en su momento ocurriera, por ejemplo, con el atentado de las Torres Gemelas, en Nueva York, la realidad siempre puede superar a la ficción. Y de ello hay probadas muestras a lo largo de la historia, tanto en el cine como en la literatura. Basta con ver una película de Stanley Kubrick o leer a Julio Verne. Al tiempo, son las denominadas ‘fake news’ las que corren por las redes, como las ratas lo hacían por las calles de Orán antes de que se desatara la epidemia de la que el doctor Rieux alertó a sus congéneres, con la aquiescencia de los que se instalan en lo más irracional de la existencia.