El coronel no tiene quien le escriba, por Gabriel García Márquez

Publicado el 28 septiembre 2014 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
Editorial RBA. 92 páginas. 1ª edición de 1961, ésta de 2004.
Ya he comentado en el blog que, entre 1992 y 1995, yo desgasté tres años de mi juventud en la facultad de CC. Físicas de la Complutense. Fue un tiempo extraño. Cuando miro hacia atrás casi siempre lo considero un periodo clave de mi vida, aunque no precisamente por lo que aprendí de la noble ciencia de Newton. Estudiaba mucho para encontrarme casi siempre en los exámenes con la exigencia de unas destrezas que muy poco tenían que ver con lo que los profesores explicaban en clase. De hecho, acabé pensando que los profesores explicaban en clase contra los alumnos. Habían decidido mejorar la calidad de la enseñanza y de estudiantes de mi promoción y la anterior sobraban al menos la mitad. Quizás en algún momento debería escribir una novela autobiográfica sobre todo aquello. De todos modos, sobre estas experiencias ya he reflexionado en un bloque de poemas de mi libro El bar de Lee. Si a alguien le interesa, puede pinchar en el siguiente enlace (pinchar AQUÍ) y aparecerá un poema que habla de esta etapa de mi vida, titulado Mecánica y ondas.
Es posible que mi primera lectura de El coronel no tiene quien le escriba, en febrero de 1995, la realizase al llegar a mi casa, después del momento que reflejo en el poema Mecánica y Ondas. Y es posible también que este personaje de ficción, el coronel innominado de esta novela, contribuyera de forma clara a que tomase la decisión definitiva de cambiar de carrera, de pensar que me merecía una nueva oportunidad de comenzar en alguna otra parte.
Así que volvía a casa, en febrero de 1995, con mis veinte años de derrota sobre las espaldas (que nadie me diga que veinte años es la edad más feliz de la vida, que diría el francés, al que también habría de descubrir por entonces), desde la facultad de CC. Físicas. Volvía de haber hecho un examen que daba por suspenso, y tener que ponerme después de comer a estudiar otro que seguramente también iba a suspender unos días más tarde. Me senté a la mesa de estudio, ante unos apuntes que intuía inútiles, pero sobre los que iba a pasar de nuevo horas y horas de estupor y temblores. Antes de empezar saqué de un estante un librito que había comprado unas semanas antes. Una de esas ediciones diminutas de Alianza 100 de los años 90. Llevaba sólo un año leyendo literatura “seria”, porque hasta febrero del año anterior yo prácticamente sólo leía libros de ciencia ficción o de terror. Nunca había leído a Gabriel García Márquez (Aracatana, Colombia, 1927 – México DF, 2014), pero tenía en casa comprados éste del coronel y Cien años de soledad.
Sobre los apuntes y libros de Métodos matemáticos de la física o tal vez de Termodinámica, empecé a leer las primeras páginas de El coronel no tiene quien le escriba, con la intención de permanecer un ratito en mi mundo antes de comenzar a estudiar. No pude parar, lo leí de un tirón; emocionado por la belleza del texto, explotando en mi mente su sentido, la lucha minúscula y gigantesca de aquel hombre de setenta y cinco años que acabará prefiriendo comer mierda antes de que lo humillasen. Me he acercado este verano de 2014 de nuevo a aquel texto que fue tan fundamental para mí, para el que habría de ser yo. Sabía que la relectura debía ser de nuevo de una sentada. No tenía mi librito original de Alianza 100 porque ese ejemplar se lo dejé a alguien y nunca más lo recuperé. Pero bastantes años después (frente al pelotón de fusilamiento… no, es broma) había comprado una edición de quiosco y tapa dura que Random House Mondadori sacó, en colaboración con RBA, a un precio muy asequible. Después de casi veinte años no me acuerdo, por supuesto, de qué asignatura iba a estudiar ese día del 95 para un examen abocado al suspenso, no me acuerdo de ninguna de las nobles y demoledoras ecuaciones de la física, de ningún problema sobre el cálculo de concentraciones molares, ni de cómo se halla el núcleo infinito de un espacio de Hilbert; pero, sin embargo, me acordaba bastante bien de la trama de El coronel no tiene quien le escriba, de algunas de sus imágines y frases, y de ese crecimiento de la tensión hasta la magnífica escena vital en que un hombre abandonado, junto a su mujer, en un pueblo de la selva, un hombre de setenta y cinco años (“el coronel necesitó setenta y cinco años –los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder”) adquiere el convencimiento pleno de que va a preferir comer mierda a consentir una nueva derrota. Cuando escribía al principio de esta entrada –que, por supuesto, no es ni va a ser la reseña de un libro- que los tres años que pasé en la facultad de CC. Físicas los considero claves para mí, estaba hablando de momentos como éste: del día en que leí de una sentada, por encima del Latín imposible y de los misteriosos números de la Química (estoy ahora parafraseando el primer poema de Juan Luis Panero), un libro como El coronel no tiene quien le escriba, un libro que le hablaba directamente al joven que era yo, sediento de vida, de referentes, de asideros y recursos con los que enfrentarse a una realidad que parecía empeñarse en serle hostil de un modo crudo, burlesco.
El coronel no tiene quien le escriba es (parafraseo ahora a Roberto Bolaño) una de las tres o cuatro novelas cortas perfectas de la literatura hispanoamericana del siglo XX. La acción se desarrolla en Macondo, el territorio mítico creado por Gabriel García Márquez, y de hecho ya aparecen aquí conexiones entre esta novela corta y Cien años de soledad, a la que le faltaban aún seis años para ser publicada. La acción de El coronel no tiene quien le escriba se sitúa en 1956 y pese a pertenecer al mismo territorio creativo que Cien años de soledad, todo en ella se mueve dentro de los parámetros del puro realismo. Un hombre de setenta y cinco años espera cada viernes que llegue al río la barca con el correo de la capital (una escena que recuerda a la primera de Zama, la novela de Antonio Di Benedetto, publicada el mismo año que la comentada hoy); quizás este viernes puede que aparezca en el pueblo la carta que confirme que le ha sido concedida la pensión que espera desde hace bastantes años. Hace nueve meses asesinaron a su hijo en la gallera, el asesinato parece político. Ha llegado octubre, el frío, una mala época para el coronel, que parece desconfiar del número de inviernos que aún podrá aguantar. Hasta enero no podrá luchar en la gallera el gallo que entrenaba su hijo, y parece ser el único bien que conservan de él. El coronel alimenta al gallo quitándose casi la comida que tiene para él y su mujer. Existe la posibilidad de vender el gallo, el gallo de su hijo, pero si aguanta hasta enero podrá hacerlo luchar en la gallera y los que apuesten por él ganarán dinero si triunfa en la pelea (este es un gallo que no puede perder, se dice en algún momento del libro). Pero hay que llegar a enero, mientras el gallo se va connotando de significados.
De nuevo, por supuesto, casi veinte años después, me he quedado con las ganas terribles de saber si el gallo del coronel pudo luchar en la gallera y ganar, por el pueblo, por su hijo, por la dignidad.
Poco después de aquella primera lectura de El coronel no tiene quien le escriba leí Cien años de soledad. Ahora estoy repitiendo aquella secuencia y ya hablaré la semana que viene de esta novela. De hecho no he enumerado como hago otras veces las obras que he leído de un autor cuando lo comento en el blog por primera vez. En realidad, en esta ocasión han sido prácticamente todas.
No sé si añadir algo más a lo dicho sobre la lectura de El coronel no tiene quien lo escriba, quizás podría hablar de su filiación estilística con la literatura escueta y potente de Ernest Hemingway, por ejemplo. Pero esta entrada se está haciendo ya muy larga, e imagino que los lectores habituales del blog habrán leído ya este libro, uno de los fundamentales de mi educación sentimental. Lo que me gustaría de verdad que ocurriera es que cayera en esta entrada una persona joven, alguien con toda la ficción por delante (las películas, las series, la literatura…) y que entre toda la gran oferta a su disposición decidiera dedica una hora y media a leer este libro de una sentada. Y que además esa persona joven pudiera sentirse tocada, durante un momento, por la magia de la palabra escrita, que pudiera comprender, por primera vez y para siempre, por qué en la vida puede ser preferible tener que comer mierda a permitir que te humillen.