Desde hace unos meses, ando embarcado en una aventura bibliotecaria que me está dando más alegrías que disgustos: me acerco a las estanterías de la más cercana (Molina, Murcia), dejo que mi vista se pasee por los lomos de los libros y, cuando encuentro un título original o un autor que no me suena demasiado (o nada), extraigo la obra, ojeo las líneas de la contraportada y en caso de quedar intrigado o seducido, lo tomo para su lectura. En esta ocasión, el narrador que apareció ante mis ojos fue Erri de Luca, del que no había leído ni una sola de sus obras, y el volumen que tomé entre mis manos llevaba por título El crimen del soldado, que Carlos Gumpert vertía al español para el sello Seix Barral.Veamos el primer plano de la narración. Un hombre ha recibido el encargo de traducir del yiddish unos cuentos de Israel Y. Singer, y a esa labor se afana. El traductor fue un niño introvertido (“De mi infancia recuerdo libros y ningún juguete”, p.16), que siempre ha juzgado el nazismo con una extrema nitidez (“Existe un límite en el crimen más allá del cual la justicia vale menos que el papel higiénico”, p.18), que se enamoró desde muy joven de esa lengua minoritaria (“El yiddish fue para mí cuestión de amor propio, por ira y como respuesta. Un idioma no muere con tal de que una sola persona en el mundo lo mueva entre el paladar y los dientes, lo lea, lo balbucee”, pp.25-26) y que va cumpliendo el encargo profesional con lentitud y tesón.Veamos el segundo plano de la narración. Una mujer descubre que su presunto abuelo es, en realidad, su padre. Y que la razón de todos sus silencios, enigmas y ángulos oscuros es que tiene un terrible pasado nazi, que lo obligó a exiliarse a Argentina, una vez acabada la Segunda Guerra Mundial. Este hombre, que acabó volviendo a Viena y que trabaja como cartero, no experimenta ningún tipo de vergüenza por sus actuaciones (“Mi crimen fue el ser derrotado”, p.46; “La victoria lo justifica todo. Los Aliados han cometido crímenes de guerra contra Alemania, y han sido absueltos por el tiempo”, p.55) y ha empezado a estudiar la Cábalapara adentrarse en el pensamiento del pueblo judío y comprender qué late en su interior.Faltando pocas páginas para que el libro termine, De Luca imprime a su novela un quiebro asombroso y ambos planos confluyen, sorprendiendo al lector, que no se esperaba el modo chocante en que la historia acaba.A la excelencia en sí de este volumen hay que unirle las jugosas digresiones que la hija del nazi va aportando sobre la pronunciación alemana (p.52), la enorme diferencia entre “inocente” e “inocuo” (p.61), el concepto de belleza (p.74), el poder evocador de los sonidos (p.77) o la renuncia a la maternidad (p.90), así como algunas frases bellísimas que van jalonando la lectura y haciéndole inolvidable. Sirva como ejemplo la línea casi sinestésica que engalana la p.92: “Me encanta asombrarme, deja en la lengua un regusto a vainilla”.
Lo tengo claro: repetiré con Erri de Luca.