Quien se dedica a la crítica, sobre todo política, no tiene que ajustarse a ser fiel a la realidad de los hechos ni a la verdad, sino que basta con expresar su particular opinión de lo que cree que sucede y se cuece en eso que se denomina “res pública”. No es lo recomendable, aunque sea lo que practica la mayoría de comentaristas. Peor aún que es que, para intentar ser original y que su parecer destaque de cualquier otra opinión, el columnista apueste por exagerar sus filias y fobias y se decante por un estilo que estime eficaz a sus propósitos, incluido el lenguaje procaz, el tremendismo exagerado, la falsedad manifiesta y hasta la provocación y el insulto a los incautos que disienten de sus comentarios. Mientras más controversia genere, más satisfecho se sentirá el crítico y quien remunere su trabajo. Pero, a la larga, cualquier seguidor de sus críticas acabará harto de su verborrea y vacunado de sus juicios apocalípticos. Descubrirá sus trucos y mañas por pretender ser el único que siempre está en posesión de la verdad absoluta, mientras los demás andan todos equivocados.
El riesgo que corre un crítico así es que caiga en la inverosimilitud y la incoherencia de lo que dice y pasa, lo que piensa y la realidad y entre lo que dice ser y su vida real. Corre el peligro de que quien lo conozca revele sus fantasías, máxime cuando presume de relaciones, contactos, amigos, experiencias, fuentes de información y hasta de lecturas que sirven de adorno literario a los asuntos sobre los que opina con total desparpajo, sin haber salido jamás de su cubículo periférico y con la simple cualificación de cierta habilidad narrativa. Pero las dotes para el cuento literario no son suficientes para la crítica política honesta, basada en datos reales y hechos verdaderos. Y, menos aún, si se ha mudado de opinión o tendencia ideológica a lo largo del tiempo, pasando del blanco al negro, del comunismo libertario al conservadurismo irredento, del internacionalismo al nacionalismo más aislacionista o de la diversidad cultural al particularismo racial o supremacista. Quien lo conozca descubrirá a un farsante.
Ello es lo que explica que, como corresponde a todo buen converso, un otrora comunista, revolucionario arrabalero que jamás osó levantar sus muletas delante de la policía, arremeta contra las minorías -y quienes las apoyan- que pugnan por ganar visibilidad en la sociedad para que sean reconocidos sus derechos y libertades. Para ese ¿nuevo? apóstol del “ultrasupremacismo” que representa Donald Trump, los negros, los hispanos, los mahometanos, los gais y lesbianas y cuantos colectivos no formen parte de su rebaño ideológico son simples bastardos que sólo persiguen la destrucción del “paraíso” de esa América grande otra vez que tanto pregona el actual mandatario de EE UU como lema electoral.
Sería motivo de risa tamaño deslizamiento senil hacia un conservadurismo sectario, antagónico a sus ideas en tiempos de esplendor lúcido y vital, a pesar de que siempre se valió de prótesis que le protegieran de sucumbir a la gravedad de la existencia y la realidad. En la actualidad, cualquier posicionamiento o reflexión que diverja del dogma imperialista de EE UU es reprobado con virulencia arrogancia por este novísimo defensor de las esencias neoliberales del capitalismo “sui géneris” que practica y trata de promover el gran patrón de pelo amarillo que manda en Washington y en el resto domesticado del mundo. Haga lo que haga Trump, siempre lo considerará correcto e iluminado por la razón que se adquiere al disponer del botón del mayor y más potente arsenal militar del planeta. Así, cualquier mequetrefe se rodea de aduladores incondicionales, como el profeta converso, aunque luzca completamente desnudo, no sólo de vestimenta, sino de ideas, valores o virtudes.
Basta el inaceptable uso de la violencia, de raíz racista, por parte de un policía que ocasionó la muerte de un ciudadano negro que pretendía detener, para arremeter contra los que se manifiestan en contra, desde el hartazgo por actos similares, de una deriva descontrolada en las fuerzas de seguridad del país. Que los propios norteamericanos, intransigentes con sus derechos, sean los que expresen en calles y ciudades su rechazo al racismo latente que evidencia aquella actuación policial, es objeto para que nuestro inefable defensor del “estatus trumpiano” no los vea como personas sensibles y sensatas, sino como auténticos descerebrados que han sucumbidos a una propaganda islamista que les ha inoculado un antiamericanismo y antijudaísmo intolerables.
Y ello porque, para el atento vigilante converso, todos estos fenómenos se circunscriben a una soterrada e inmensa conspiración mundial de elementos izquierdistas e islámicos que actúa contra el mundo civilizado occidental que encarna tanto EE UU, bajo la batuta de Trump, como Israel, bajo el gobierno sionista del corrupto Netanyahu. El resto del mundo, con China y Rusia como aldeas más o menos rebeldes, es una tierra baldía de envidiosos y avariciosos bárbaros, incluida la meliflua Europa.
Por eso tampoco hay que transigir con quienes se sienten preocupados de que su país se incline peligrosamente hacia actitudes “fascistoides” en la manera gobernar, con los que alertan del riesgo de que, en nombre de la democracia, se exalte al pueblo como una colectividad homogénea y virtuosa, como pretende el ultranacionalismo, se desprecie a las instituciones democráticas que sirven de contrapeso al poder, intentando incluso instrumentalizarlas, y se postule por la emergencia de un líder providencial que defienda la primacía nacional contra migrantes, naciones o culturas que se consideran hostiles. A quienes advierten de tales inclinaciones descaradamente filofascistas, se les tilda de locos anarquistas que odian América y a los americanos dignos de tal nombre.
Tanto para el taimado especulador inmobiliario que se ha aposentado en la Casa Blanca, gracias a mentiras y abusos, como para su minúsculo admirador en la distancia, el auténtico demonio y traidor de América ha sido -y es- el expresidente Barack Obama, negro por más señas, demócrata como no podía de otro modo puesto que el Partido Demócrata está infestado de traidores a la patria, y culto, como exige el arte de engatusar a las masas ignorantes que son propensas a caer en las redes de la verborrea y las ideas hermosas. Para el mandatario tuitero y su fiel adepto, Obama es un degenerado que fue capaz de perpetrar una escandalosa “sodomización intelectual” al pueblo llano, ese pueblo lleno de negros, de inmigrantes, de desviados sexuales, de burócratas militantes y de cuantos estómagos agradecidos se refocilan en las ciénagas inmundas de la América urbana y, por supuesto, de Washington. Por eso se dicen impulsados a “limpiar” la ciénaga de las alimañas que no piensan como ellos.
Así, el impulsor de iniciativas para extender el derecho a la sanidad entre los que no poseían recursos para sufragarse una medicina privada, que pretendía regularizar a los hijos nacidos en USA de inmigrantes totalmente integrados en la sociedad, que apostaba por la multilateralidad ecuánime en las relaciones internacionales y no por el imperialismo unilateral, y el que profesaba el respeto al Medio Ambiente y las políticas de sostenibilidad, ese inusual gobernante afroamericano y demócrata constituye la obsesión fóbica de Donald Trump y la ojeriza del aprendiz de demiurgo que emite sus soflamas desde la periferia de la periferia, tanto geográfica como académica.
Quien no perciba la nobleza y la heroica entrega del actual inquilino de la Casa Blanca y se deje seducir por la villanía islamizante de una socialdemocracia desnortada, es, para el crítico converso, un perfecto idiota, un ignorante hijo de puta que está socavando la república y destruyendo América. En su enajenación, el único que no se deja engañar es este advenedizo crítico que gusta demonizar e insultar a quien no comulga con sus ditirambos y paranoias. ¡Qué gran fabulador se ha perdido el mundo de la ficción literaria!