El diálogo más escueto y repetido en casa a lo largo de los últimos dos años:
-¿Sale caliente? -uno, desde la puerta del cuarto de baño.
-No -el otro, junto a la bañera, sosteniendo el cubo rojo bajo el grifo abierto.
Mañanas, tardes, noches. Siempre lo mismo. El cubo cumplía su función ecológica y económica, resumida en la máxima de no malgastar el agua. Litros y más litros, metros cúbicos a la espera de cada primera gota templada. Dicho recipiente habría necesitado varios socios para contener tanto líquido con el fin de destinarlo a otros menesteres, salvaguardando así el planeta y nuestro bolsillo.
Era un problema no resuelto a pesar de tantas y tantas quejas. Queríamos disponer de agua caliente en las mismas condiciones que el resto de los vecinos. Pero llegaba tarde y tibia. Muchos meses fregando y duchándonos con agua tibia, solo tibia. A veces, tras haber llenado el cubo rojo y tirado decenas de litros, el agua empezaba a caldearse. Era el momento justo para meterse en la bañera y proceder. Champú, gel, alegres cánticos, hasta que, ¡aaah!, el agua caliente se despedía a la francesa y aparecía en su lugar el filo cortante de la fría.
Y el prodigio, ¡oh quimera!, llegó al fin. ¡Tenemos agua caliente! Hace días que nos pellizcamos preguntándonos si es ficción o realidad. Nos parecemos a los himba recién llegados a la ciudad, asombrados por la magia de la civilización. Acostumbrados al agua templada, solo templada, ahora gritamos al abrasarnos con ese caudal que hierve en un santiamén. Son alaridos de felicidad: nunca habríamos imaginado que una quemadura de primer grado produjera tanta dicha.
Sin embargo, ahora miro el cubo rojo y no puedo evitar sentir algo. Extrañeza, quizás, por verlo arrinconado del todo. Vacío y seco. Ha sido un buen compañero de fatigas, hoy libre de su empleo.