Frente a ello, la economía y la política ofrecen distintas representaciones de esta bruta y lacerante realidad, explicaciones más o menos científicas y movidas, en ocasiones, con voluntad de corregir problemas, que sólo convencen a quienes las exponen y a los entendidos, pero cuya eficacia es, históricamente, escasa, por no decir nula. Son teorías y análisis “a posteriori” de los fenómenos que intentan explicar. Y para una vez que osan preconizar, caso del marxismo, no aciertan ni por asomo. En cualquier caso, esas teorías o proyectos económicos no evitan el acumulo exorbitado de riqueza por una minúscula parte de la población, cuyos privilegios y prerrogativas garantizan normas e instituciones creadas a su medida, ni libran de la extrema pobreza o pobreza a los que desafortunadamente han caído en ella, manteniéndose una desigualdad inmoral e injusta que apenas fluctúa, independientemente de la evolución de los ciclos económicos, es decir, ajena a las fases de expansión o crisis de la actividad económica. Siempre habrá ricos y pobres, aunque habrá más pobres cuando menos empleo haya y más ricos cuando el mercado financie sin reservas la especulación indecorosa de los pudientes.
Lo más conveniente, portanto, es seguir contando el cuento de que se está trabajando en favor de los desfavorecidos todo lo que se puede, que siempre será poco, para, al menos, mantener un simulacro de educación (apostar por una generación venidera mejor formada y, por ende, con mayores oportunidades de prosperar -como nuestros universitarios actuales, en paro o trabajos precarios-), de sanidad cuasi universal (para morir en plazos mientras se aguarda en alguna lista de espera) y de pensión a jubilados (cada vez más reducidas y previa cotización cada vez más prolongada) para que puedan cenar calentito en un asilo. En resumidas cuentas, un cuento con el que imaginamos vivir en el país de las maravillas, gracias a este sistema económico tan formidable que nos hemos dado. En fin.