Superado el susto que nos dio el Studio Ghibli al principio de las vacaciones, en forma de una noticia sobre su posible desaparición como productor de obras para la gran pantalla, nada mejor que ir pensando que la “vuelta al cole” nos traerá, con un poco de suerte, el estreno de la última obra maestra del cine de animación.
Conocido el gusto por el detalle de su director, Isao Takahata, creador de maravillas como La tumba de las luciérnagas (1988) o Mis vecinos los Yamada (1999), no es de extrañar que haya destinado 8 años y casi 50 millones de dólares, para realizar este prodigio de largometraje.
El personaje de la princesa Kaguya (luz brillante) viene de un cuento del folclore japonés del siglo IX, tan popular en su país como nuestro Cid o el Lazarillo de Tormes. Un bebé encontrado por un cortador de bambú, en uno de los brotes más brillantes de la plantación, sirve como excusa para desplegar toda la imaginación de este virtuoso del dibujo y la acuarela (próximo de los maestros orientales de los años 60).
Una historia que le permitía desarrollar sus temas preferidos, la oposición campo-ciudad y la ecología, en el ambiente que más aprecia y domina, la naturaleza. En una primera parte, los padres adoptivos de Kaguya ven crecer a la niña de sus ojos en plena comunión con el valle que habitan. Sus vecinos, campesinos como ellos, saltan, ríen y corren por los campos disfrutando de una vida sencilla pero repleta de placeres inolvidables.
Pero los padres de Kaguya desean lo mejor para ella, y normalmente, lo mejor significa más. Gracias al oro que descubrieron al mismo tiempo que a la niña, la familia decide instalarse en uno de los palacios de la ciudad, educar a la futura princesa que se ha vuelto un poco salvaje, y no resulta una tarea nada fácil.
Esta parte contiene toda la educación de Kaguya, administrada por una institutriz feudal, que haría de la Señorita Rottenmeier de Heidi una hippie casquivana, y en un significativo paralelismo con la época actual le impone unas reglas ridículas de moda (dientes ennegrecidos y vestidos de ensueños que recuerdan por momentos a… Lady Gaga) o una rigidez antinatural.
Y en el tercer y último tramo del film, la realización del objetivo final de todo este esfuerzo: buscarle el mejor marido (como se puede observar, por desgracia, no hemos cambiado tanto desde el siglo IX). Cinco pretendientes, como cinco toros, se le presentan a la princesa, todos nobles, incluso hasta el emperador, ahí es nada. Una, breve pero intensa, reflexión de todo lo que prometemos en amor y lo que en realidad somos capaces de dar.
El estreno en su país no resultó ser el éxito que todo el mundo esperaba de tal proeza artística, y recaudó un poco menos de la mitad de lo invertido en su producción. Un relativo fracaso económico, en ningún caso artístico, que quizás contaba con varias dificultades para conquistar a un público mayoritario.Un metraje considerable para la animación, 137 minutos, muchos temas abordados, y puede que no lo suficientemente infantil para el público más joven, y por momentos (muy pocos), demasiado ñoña para el adulto.
Aun así y aunque parezca un adjetivo y calificación extremadamente sobados, creo que nunca se podría utilizar mejor definición para esta película: una sublime obra maestra del género. Las imágenes son arrebatadoras, los colores de ensueño, los dibujos sin delimitación clara, en muchos momentos, fluctúan entre el impresionismo, la abstracción y el surrealismo. Su visión es absolutamente indispensable, para los que consideran que la animación, se ha convertido en uno de los terrenos más creativos del cine actual.