El cuento del poeta

Por Calvodemora

Al poeta Juan Crisóstomo Arteaga le prescribieron escribir alejandrinos. Poco o nada inclinado al modernismo, pidió verso libre o, en el peor de los casos, cuartetos con rima consonante, pero fue inútil. Al principio le costó armar las catorce sílabas, gobernar el lugar exacto del hemistiquio y repartir siete exactas a izquierda y derecha de la cesura. Cuando se familiarizó con la métrica, le salían alejandrinos como churros. Alegre, fue al médico y le explicó sus avances. Contrariado, el galeno le conminó:"En adelante, cuando se dirija usted a mí, lo hace en alejandrinos". Decepcionado más que frustado, regresó a su mesa de trabajo y batalló días enteros con las palabras hasta que el mundo entero, el mundo con su cielo azul y sus altos árboles, el mundo alegre y el triste, se le presentaban en sólidos bloques heptasílabos. Una de esas felices mañanas de fluida poética el amor le sorprendió en la cola de la charcutería. Era una muchacha de una dulzura absoluta, era una ninfa, era una bendición que el bendito azar le había puesto en su camino. La abordó con las floridas maneras a las que acostumbraba. No hubo consuelo cuando la joven prorrumpió en risas; no las prudentes, como temerosas de importunar a quien las escucha, sino las risas barítonas, las ampulosas, las risas con las que el alma se derrama en la más absoluta de las alegrías. Volvió al médico y le imploró que le retirase esa receta diabólica. "No has entendido nada, mi obediente rapsoda" le dijo. "Si te retiro esa medicación caerás en una enfermedad que ni yo sabría curarte, la tienen los que no son como tú, la padecen sin remedio, sin que se percaten, como si murieran sin que se notase, lenta y torpemente. Un poeta tarda en morir y no le hace flaquear el desamor. Sigue con los alejandrinos”