Érase una vez un tendero que vivía en un pueblo, que ganaba su dinerito de lo que vendía entre sus paisanos: garbanzos, chacinas, el pan, la leche, los huevos,... El dinero lo tenía ahorrado debajo del colchón de su casa y de vez en cuando, cuando podía, se dedicaba a ir a pescar al río, era ¡un hombre feliz! Un día pescando, se encontró con un listillo que había venido de Madrid y le habló de meter el dinero en su banco, que allí él iba a hacerlo crecer y crecer, lo iba a hacer generar muuuucho dinero, jugando a la bolsa (él no entendía mucho del tema pero el madrileño parecía un "tio espabilao"). Y así lo hizo, al principio la cosa iba bien, pero luego empezaron a haber problemas, y los beneficios, que no llegaban, se convirtieron en pérdidas. Ya ni si quiera podía cerrar los domingos el almacén, y su afición de pescar la tuvo que dejar. El tendero en los últimos años estaba muy furioso, pero muy muy cabreado, porque escuchaba en la radio lo que decían del gobierno, de lo torpe y corruptos que eran, de lo mal que administraban las cuentas, y su crispación le llevó a hacerse más y más gruñón (vamos, ¡más facha que don Pelayo!). Los socialistas no hacían más que subirles los impuestos y veía más y más tertulias de esas de la tele del torito. Ya no quería hablar con la gente del pueblo, menos de política, todos estaban equivocados menos él. Pronto llegaron las elecciones tan esperadas y el tendero volvió a estar contento, habían ganado los de Rajoy, los que desde hacía unos años él consideraba como "los suyos". Aplaudía todo lo que hacían, era la herencia de los "sociatas", que lo habían dejado todo enmerdado. Aplaudía que ya estaba bien de tanto gasto público y que había que hacer trabajar a los funcionarios, ¡qué se habían creído los del manguito con tanto cafelito!... Aplaudía que ya estaba bien de pagar con sus impuestos tanto gasto de sanidad y tanta medicina a los viejos. Aplaudía la reforma laboral y se negó a cerrar el día de la Huelga General con el enfado de muchos de los del pueblo, incluído su hermano que había sido despedido como empleado de la biblioteca municipal. Pero así con la reforma, a él no le costaría nada poder despedir al mozo que tenía, que ya estaba harto de él y de sus manías, y podría contratar a una chavala de mejor ver, como así hizo cuanto antes. Todo eran aplausos, hasta que pronto empezó a darse cuenta que "los suyos" despedían al novio de su hija del colegio del pueblo porque para el curso que viene no hacía falta dos líneas y los interinos se iban a la calle, que "los suyos" le iban hacer pagar las medicinas a su anciana madre con enfermedad crónica, que "los suyos" iban a doblar la matrícula del niño pequeño que ese año iba a la Universidad y que además al otro mediano que se encontraba en la capital con un trabajo "fijo" lo ponían de patitas en la calle con una miseria de indemnización. Pero lo que más hizo mella en el tendero no fueron sus repercusiones personales sino las de su pueblo, pronto el tendero vio que cada día entraba menos gente en su almacén, cada día había más gente pasándolo mal y que si tenía que hacer una compra grande esperaba a ir a las grandes superficies donde habían contratado con sueldo basura, por ejemplo, al maestro novio de su hija y a su hermano el bibliotecario. El tendero pronto comprobó que todo aquello del liberalismo era bueno para las empresas grandes pero no para la suya que vivía del bienestar de las gentes de su pueblo. El tendero, pasado el año, tuvo que cerrar el negocio, se podía fácilmente autodespedir, la reforma laboral no le pondría pegas.
Moraleja, los pequeños y medianos empresarios se equivocan con las políticas desatadamente liberales de los gobiernos europeos, porque son ellos los que crean la mayor parte del empleo y los que tienen sus negocios directamente relacionados con el lugar donde viven. Cuando a la población le va mal como ahora, la población frenará el consumo y ellos pagarán su apoyo a estas políticas.