Desde los albores de la humanidad, en ninguna época histórica han faltado individuos que se han diferenciado del resto de su comunidad por su preocupación por el cuidado y la preservación de la salud de los demás.
La medicina más ancestral, representada por hechiceros, druidas o chamanes de las tribus primigenias, estaba más relacionada con la superstición y el miedo al castigo de los dioses que con un conocimiento real de lo que sucedía en los cuerpos y en las mentes de los primeros humanos. Aunque, gracias a la iniciativa y la intuición de aquellos primeros "pseudomédicos", la medicina se pudo empezar a forjar, primero a través de experiencias de ensayo y error y, más tarde, a partir del intercambio de conocimientos de distintas culturas que convergían en espacios como la mítica biblioteca de Alejandría o se versaban en obras tan legendarias como el Canon de Medicina de Avicena.
La Antigua Grecia fue la cuna de nuestra cultura. En ella florecieron todas las ciencias. Nombres como Hipócrates, Aristóteles o Epicuro, siguen apareciendo hoy en día en muchos de los textos científicos que se publican en revistas médicas o en ensayos sobre la historia de la medicina.
Roma también aportó grandes médicos, como Galeno, cuyo legado siguió imperando durante siglos, y la cultura islámica, que brilló en muchas disciplinas, lo hizo especialmente en medicina gracias a mentes como las de Avicena, Averroes o Maimónides.
Todos ellos tuvieron en común la idea de que cuerpo y mente no pueden separarse si lo que se pretende es llegar a entender al ser humano en su totalidad. La mente no puede existir sin el cuerpo y el cuerpo no puede existir sin la mente. De ahí que estos médicos no se limitasen a tratar las dolencias físicas, sino que insistiesen en el cuidado de la dieta, en la práctica de una buena higiene, en la importancia del ejercicio físico y en la evitación del abuso de sustancias y conductas que comprometen el buen funcionamiento físico y mental.
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Todo cambió cuando, en el siglo XVI, René Descartes sentó las bases del método científico, pasando a la historia como el hombre que separó al cuerpo de la mente. Defendía que el cuerpo se rige por los principios de la física, igual que cualquier otra compleja maquinaria. Esa tesis dio pie a que empezasen a estudiarse los mecanismos que gobiernan cada órgano por separado. Descartes también estableció la dualidad entre mente y cuerpo que ha regido la ciencia hasta la actualidad. Según él, sólo podríamos conocer o medir los aspectos físicos del hombre, su conducta quedaría relegada al espíritu. Esa división entre mente y cuerpo es la que nos lleva a distinguir entre lo psicológico y lo orgánico. De hecho, son distinguibles, pero no separables.
En su obra, Neurociencia del cuerpo, Nazaret Castellanos nos invita a realizar un curioso viaje por la mente y el cuerpo humanos a través de las teorías y los experimentos de los que se ha ido nutriendo la medicina a lo largo del tiempo. Se trata de un libro de ciencia en el que tienen cabida muchas buenas letras. Tal vez esa particularidad esconda el secreto de su éxito.
Nazareth Castellanos es una neurocientífica que sabe cómo conectar con todo tipo de lectores a través de la emoción y haciendo un uso espectacular de las metáforas para convertir su discurso en un mensaje más ameno y fácilmente entendible.
Demasiadas veces los científicos pecan de demasiado técnicos cuando intentan plasmar sus conocimientos en un libro. Eso hace que sus obras lleguen a un público muy selecto y reducido que escribirá sobre ellas o las mencionará en ponencias dirigidas nuevamente a científicos como ellos. Todos ellos acostumbran a cometer el mismo error que cometió Descartes, pero en un plano mucho más amplio. A parte de tratar de mantener separados la mente y el cuerpo, también tratan de separar la ciencia de lo mundano, los eruditos de los ciudadanos de a pie.
El conocimiento, ¿tiene sentido si no se comparte?
A lo largo de la historia, siempre ha existido esa división entre los eruditos y el pueblo llano. Los filósofos, los médicos y los científicos vivían una realidad, mientras que sus discípulos, sus pacientes y los individuos que eran objeto de sus estudios vivían otra bien distinta. Unos y otros se necesitaban, pero intentaban guardar las distancias.
La especialización de la medicina, los continuos avances en la tecnología y la globalización del conocimiento se han acabado traduciendo en importantes contribuciones a la salud y a la mejora de la calidad de vida de las sociedades actuales. Cualquier estudiante de medicina actual resultaría más fiable a la hora de identificar un trastorno a partir de la sintomatología que presenta o relata un paciente que cualquiera de los médicos de la antigüedad, pero con demasiada frecuencia puede cometer el error de enfocarse tanto en la enfermedad que se olvide de la persona que la padece.
Estamos muy acostumbrados a usar adjetivos fríos para definir la mente y adjetivos calientes para definir el corazón. Con el auge de la psicología conductista, teorías como las de James-Lange nos intentaron hacer entender que el cuerpo conoce aquello de lo que la mente aún no se ha percatado. Pero no faltaron otras teorías que defendían justamente lo contrario. Y en este punto se dilata el dilema "¿Lloro porque estoy triste o estoy triste porque lloro?" Cuánto nos recuerda al otro famoso dilema de ¿quién fue primero, la gallina o el huevo?
Lejos de posicionarnos por una u otra postura, quizá lo más inteligente sería dar por válidas a las dos, porque ambas se retroalimentan. "El corazón tiene razones que la razón no entiende", escribió Blas Pascal, quien era físico y matemático, pero también filósofo.
La especialización en medicina nos ha proporcionado grandes avances en el tratamiento de muchas enfermedades y en el incremento de la esperanza de vida, pero ha contribuido también a deshumanizarnos, mostrándonos árboles concretos, pero perdiendo de vista el bosque. Ningún árbol tiene sentido si lo aislamos de la arboleda a la que pertenece. Extrapolado al cuerpo humano, ningún órgano puede entenderse sin relacionarlo con todos los demás. Podemos tener un corazón sanísimo, pero si lo desconectamos del cerebro, del hígado o de los intestinos, difícilmente podrá resultarnos útil. Lo mismo ocurre si al tratar a un paciente sólo somos capaces de ver el trastorno que padece. No estamos tratando una depresión, ni un cáncer ni una esclerosis lateral amiotrófica. Estamos tratando a personas que padecen alguno de esos cuadros clínicos y que, al margen de su enfermedad, siguen teniendo un cuerpo y una mente que les alientan a seguir luchando por sobrevivir de la forma más digna posible.
Últimamente se le está dando cada vez más importancia a la microbiota y se define el intestino como nuestro segundo cerebro. La microbiota formaría parte de los fertilizantes que abonan las redes neuronales. El tubo digestivo sería como la tierra sobre la que acaba germinando el entendimiento. No faltará quien se escandalice y que incluso llegue a dudar de la credibilidad de los científicos que enarbolan tales argumentos. ¿Cómo vamos a pensar con las tripas!
Pero el caso es que esta tesis no es nueva. Distintas culturas en distintas épocas históricas han concebido cuerpo y mente como un ente indisoluble.
En China entendían "el caldero del intestino" como el fuego sobre el que se cocina el temperamento.
Para los egipcios, el cuerpo humano se dividía en treinta y seis partes, protegida cada una de ellas por una divinidad. Imhotep es considerado por los historiadores de la medicina como el primer médico conocido y padre de la actual medicina científica. Hipócrates se basó en sus enseñanzas.
La medicina clásica griega nació de la unión de los pensadores presocráticos y la herencia de la escuela médica egipcia, perteneciendo el primer libro médico encontrado a Alcmeón de Crotona, del siglo V a. C. En él se habla por primera vez del cerebro y se define la salud como el equilibrio de las cualidades y la enfermedad como su desequilibrio.
A Galeno le debemos los principios de la fisiología y es quien, por primera vez, habla de los tres ejes de los que se ocupa hoy la neurociencia moderna: cerebro, corazón e intestinos.
Se conocen textos indios sobre la modulación de la atención a partir de la respiración
Los microorganismos que habitan en nuestro intestino moldean los factores de crecimiento neuronal, sin los cuales no tendría lugar el aprendizaje. El sistema digestivo tiene su propia memoria. A los 14 días de gestación, una parte de las neuronas del encéfalo migran hasta el tubo digestivo u otras hasta el intestino. Desde el principio, cerebro e intestino van unidos. Con el tiempo, se va organizando una red de cien millones de neuronas, conformando el denominado sistema entérico, que controlará la función gastrointestinal. Esta red neuronal es la más extensa fuera del cerebro. De ahí que se la considere nuestro segundo cerebro.
Acabamos siendo lo que comemos. Nuestras elecciones a la hora de escoger lo que vamos a comer acabarán determinando cómo se van a sentir nuestros órganos y las señales que estos acabarán enviando a nuestro cerebro. Si nuestra dieta es pobre en nutrientes esenciales, tarde o temprano, nuestra microbiota se resentirá y seremos más propensos a contraer infecciones.
Pero también somos lo que respiramos. Nazareth Castellanos dedica un capítulo a la respiración y detalla las diferencias que experimenta nuestro organismo si lo hacemos por la nariz o por la boca. Mientras la nariz está provista de filtros que no dejan pasar los patógenos que pueda haber en el aire que inspiramos, la boca es una puerta de entrada libre a cualquier elemento nocivo. Resulta muy interesante también descubrir que en los momentos en que inspiramos retenemos mejor la información que cuando espiramos. La forma de respirar también influye en la respuesta del cerebro ante situaciones estresantes.
De pequeños nos enseñaron que tenemos cinco sentidos: la vista, el oído, el olfato, el tacto y el gusto. Estos sentidos integrarían lo que se conoce como exterocepción, pero la ciencia nos ha demostrado que contamos con dos sentidos más: la interocepción y la propiocepción.
La interocepción es el proceso por el cual el sistema nervioso detecta, interpreta e integra las señales que se originan en el organismo con el fin de generar un mapa interno constante y dinámico, consciente e inconsciente, que no sería exclusivo del ser humano, al encontrarse también en el resto de los animales. La viscerocepción incluye la información que llega desde el corazón, los pulmones, el estomago, el intestino, la vejiga, la piel y el músculo esquelético.
La propiocepción influye en la percepción del entorno, permitiéndonos comprender la actitud de los demás cuando observamos su cuerpo y su movimiento. Decía Nietzsche que "viendo cómo camina alguien, podemos saber si ha encontrado su camino". Las sensaciones corporales son recogidas por el cerebro, dando lugar a la experiencia emocional.
En los últimos años, hemos pasado de aquella neurociencia que publicaba artículos científicos dirigidos a minorías de eruditos, a una neurociencia que se está acercando al ser humano de carne y hueso, que cada vez se asemeja más al hombre de Vitrubio que ya diseñó Leonardo da Vinci en el Renacimiento. Esta nueva neurociencia defiende tesis como que el intestino regula el estado de ánimo, o que respirar por la nariz mejora la memoria, o que el corazón alberga nuestra identidad.
Escribe Nazareth Castellanos que "el cerebro es como el agua que entremezcla todas las vísceras con el exterior, las fusiona y da lugar a una experiencia absolutamente única".
A veces olvidamos que dentro de cada uno de nosotros albergamos infinidad de orgánulos que componen células de muy diversos tipos, que conforman órganos con funciones muy concretas que se integran en sistemas de lo más complejos para acabar haciéndonos posibles como organismos vivos. No se puede entender ninguna de las partes en las que podemos descomponernos sin tener en cuenta a todas las demás. No tiene sentido hablar enfermedad o de trastorno sin tener en cuenta a la totalidad de la persona que los padece.
Lo que hace especial este libro de Nazareth Castellanos es que inspira y espira humanidad por todas sus páginas.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Bibliografía consultada: Neurociencia del cuerpo. Cómo el organismo esculpe el cuerpo- Nazareth Castellanos-2022- Editorial Kairós.