Visitamos la exposición Defining beauty. The body in ancient Greek art ("Definiendo la belleza: el cuerpo en el arte griego antiguo") en el Museo Británico. Llueve, y hoy no es día de caminatas, sino de visitas a resguardo. Además, las exposiciones del cuerpo, sobre todo si es femenino, siempre han suscitado mi interés. Y lo griego se nos antoja reivindicable, especialmente en estos tiempos en que Grecia, sujeta al despectivo escrutinio de los poderes financieros, las instituciones comunitarias y la opinión pública mundial, ya no es vista como la cuna de la civilización occidental, sino solamente como un rincón caótico de pícaros y gandules que han de pagar, con sufrimiento, por todo lo que se han beneficiado de la solidaridad europea. La exposición ha seleccionado algunas de las mejores piezas del arte helénico -y del romano hecho a imitación de los griegos- del Museo Británico, enriquecido con obras en préstamo de otros museos y colecciones. Lo primero de que nos enteramos es que el origen de la representación del cuerpo en la Hélade es militar: suponía la exaltación del instrumento necesario para la guerra, joven, fornido y atlético. Ante la mirada encendida de Ángeles, que contempla con arrobo las musculaturas impecables de tantos hoplitas desnudos, yo le hago una de las observaciones más obtusas, pero más repetidas, de la historia sentimental de Occidente: "Pues no sé qué tienen ellos que no tenga yo". "No es lo que ellos tienen y tú no, sino al revés: lo que ellos no tienen y tú sí", me responde echándome un vistazo sonriente a la panza. Hablando de cuerpos y de lo que unos tienen y otros no, me tranquiliza comprobar que los jóvenes coleccionados no lucen unos órganos genitales a la altura de sus bíceps, ni siquiera de sus músculos orbiculares. De hecho, son sobrecogedoramente pequeños. Averiguamos que con esa cortedad los escultores querían rebajar el impacto sexual de las figuras para exaltar, en cambio, su valor moral: la entrega del combatiente, el sacrifico del soldado, la perfección del héroe; y a fe que lo conseguían. Por otra parte, en la Grecia antigua, en cuyo arte regía el aristotélico principio del orden y la simetría, no se concebía ningún órgano desproporcionado, sino que todos debían guardar una medida adecuada. Representar el equivalente ático de Jonah Falcon, por poner un ejemplo de individuo agraciado con (o desgraciado por, quién sabe) unos atributos proboscídeos, habría sido, además de una ordinariez, una ruptura inaceptable de las normas estéticas. Estos principios, no obstante, presentarán después muchas e interesantes excepciones, como tendremos ocasión de comprobar. Ahora observo que, acaso para compensar, el vello público de los varones suele estar minuciosamente labrado, y que describe rizos innúmeros y simpáticas volutas. Es curioso: las estatuas griegas solo tienen pelo en la cabeza y las ingles. Torsos, brazos y piernas aparecen perfectamente lampiños o afeitados. En esto como en tantas otras cosas, los griegos han sido nuestros precursores, aunque su disgusto capilar se haya acentuado, hasta la paranoia, en nuestros días: hoy hay gente que no tiene ni un solo pelo en el cuerpo, como los muñecos de gomaespuma. Por último, muchos de los miembros helenos han sido amputados: las estatuas están enteras, salvo por el muñón del pene. Y uno no sabe si eso responde a los efectos deletéreos del tiempo, que se ceban en lo singular y sobresaliente, o a la manipulación criminal de los envidiosos. Una de las esculturas emasculadas es el famoso discóbolo de Mirón, que, junto con Fidias y Policleto, constituye la tríada suprema de los escultores griegos. Pero no es la original en bronce del siglo V a. C., sino una copia romana en mármol del s. II d. C. Esta es una de las constantes de la exposición: el arte original se ha perdido, pero conservamos la imitaciones que de él hicieron los romanos, admiradores constantes de Grecia. Llegamos enseguida a la clásica cerámica roja y negra, decorada con infinidad de motivos mitológicos, eróticos, deportivos e históricos: la cerámica griega era como el telediario. Las primeras que vemos, por ejemplo, describen los doce trabajos de Hércules, desde matar al león de Nemea y despellejarlo hasta capturar al can Cerbero y sacarlo del inframundo. El pobre Hércules debió de quedar agotado. Pero viajó a lomos de las vasijas que lo representan, que se entregaban como premio en los Juegos Panatenaicos y se usaban para transportar aceite, y llegó hasta Pakistán y Afganistán. Allí se convirtió en Vajrapani, que se cubría con una piel de león y llevaba un rayo en la mano. La celebración del cuerpo por parte de los griegos contrasta con la forma en que lo veían otras culturas. Para los asirios, por ejemplo, la desnudez implicaba derrota, vergüenza y deshonor. A los vencidos, pues, los desnudaban, los desollaban vivos y los decapitaban. Quizá por eso la cultura asiria no ha tenido la prolongación que sí ha tenido la griega: aquellas que cultivan la realidad material y ensalzan la satisfacción de los deseos se prueban más y mejor arraigadas en la conciencia humana y, por lo tanto, más capaces de influir en su desarrollo y sustanciar sus frutos. Y que los griegos humanizaran a los dioses, dándoles los cuerpos, las pasiones y los defectos de las personas, en lugar de investirlos de atributos cósmicos e inalcanzables, como hicieron las demás civilizaciones antiguas, es otra demostración de inteligencia cultural y de habilidad simbólica. Busco ahora en la exposición la representación de los cuerpos femeninos que tanto me ha interesado siempre. Ahí está la Afrodita de Praxíteles tapándose, con delicado gesto de vergüenza, el pecho y la entrepierna, y también Hera, Venus y Deméter, entre otras diosas, además de algunas figuras anónimas, pero que desprenden una extraña fascinación, como una estatua de la Edad del Bronce hallada en las islas Cícladas, que data del tercer milenio antes de Cristo. Tiene un aire africano -y, por lo tanto, abstracto- deslumbrante, y su modernidad es absoluta: está tallada con trazos limpios, esenciales, ambiguos. Reconozco amazonas en jarras y estatuas, y todas con ambos pechos, contradiciendo así la creencia popular, recogida en la literatura, de que se quemaban o amputaban el derecho para disparar mejor el arco. (Recuerdo que, cuando Lope de Aguirre reproduce esa creencia en La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender, exclama: "¡Cosa recia debe de ser cortarse una teta!"). Son interesantes también las representaciones híbridas, como un Dionisos que se feminiza o un Hermafrodita acostado, con el delicioso abandono del sueño extendiéndose por un cuerpo de hombre-mujer. Sin embargo, las figuras femeninas carecen de la explicitud olímpica de las masculinas, de su ofrecimiento dilatado al mundo: Afrodita se tapa, muchas mujeres aparecen cubiertas por mantos o velos (cuya pétrea ondulación constituye un prodigio escultórico, pero también una obvia ocultación), y algunas son viejas, obesas y hasta grotescas. No diré que me sienta decepcionado, pero esperaba algo más igualitario. Volvemos a la cerámica rojinegra, que sigue llena de historias fascinantes. Por una me entero de que a Príamo, rey de Troya, no lo mató Agamenón, el rey de los griegos, como se cuenta en la película de Wolfgang Petersen protagonizada por Brad Pitt, sino Neoptólemo, hijo de Aquiles. Y lo hizo a golpes, propinados con un garrote singular: el nieto de Príamo. Aunque la vasija no lo especifica, es de suponer que también el nieto quedó descalabrado. Junto a los motivos mitológicos, la cerámica abunda en relatos eróticos, muchos de ellos protagonizados por sátiros. En una pieza, un ninfa intenta escapar del abrazo de uno de ellos, con escaso éxito. En otra, el sátiro sostiene una vasija con el pene erecto, y no sé qué es más sorprendente, si la demostración de equilibrio o el juego metavisual: la vasija que representa a la vasija, aun en esas peculiares circunstancias. En una tercera, un sátiro practica un sesenta y nueve con una cierva, lo que me llena de admiración y, a la vez, constituye una magnífica lección de humildad: habíamos creído que, en materia de pornografía, ya no se podían idear más rarezas, y descubrimos que hace más de dos mil años la gente practicaba felaciones simultáneas con ungulados. También se ven escenas de aquel amor pedagógico que los mayores se complacían en dispensar a los efebos, siempre pensando, desde luego, en su bienestar y su mejor educación: varones barbados haciendo regalos a los jóvenes para ganarse su simpatía, o Sócrates merodeando por los gimnasios para captar nuevos discípulos. Lo sexual no acaba aquí: una estatuilla del s. VIII a. C. representa a Áyax a punto de clavarse un puñal en el corazón (tampoco es cierto, pues, que lo matara Héctor, como se cuenta en la película) y con una erección monstruosa, aunque no sé qué pueda haber de excitante (y, sobre todo, tanto) en suicidarse; y una copa tiene forma de pecho, con un pezón en la base: así era agradable de sostener (para un varón, al menos), a la vez que inducía a seguir bebiendo, porque, por la tetilla, la copa no se aguantaba de pie si la dejabas. Salgo de la exposición con la fantasía enardecida. Ángeles me mira con algún reproche y quizá también con alguna esperanza.