Introducción
El lanzamiento de The Binding of Isaac: Rebirth (Nicalis, 2014) devolvió a nuestras consola un juego que podía parecer superado, que no volvería a repetir su inesperado éxito en 2011. No contento con lograrlo, fue capaz de anular durante meses la voluntad de probar casi cualquier otro título a muchos jugadores. Además de absorber cualquier cantidad de tiempo libre disponible, es capaz de ocupar nuestros pensamientos.
La simbología del juego, los mensajes que traía consigo, las interpretaciones personales que no paraban de aparecer… Binding of Isaac tiene la capacidad de resonar distinto en cada persona. Algunas de esas ideas han tomado cuerpo en este artículo sobre cómo Edmund McMillen domina la dicotomía forma-fondo, trasladada a videojuegos como mecánicas y narrativa.
Parte 1: El Cuerpo de Isaac
El diseño de niveles procedural no es algo nuevo: en 1980 salía Rogue (Michael Toy, Glenn Wichmann, Ken Arnold, Jon Lane, 1980), un dungeon crawler por turnos que ya contenía elementos como el diseño de niveles aleatorios o que la muerte del personaje significase fin de la partida y comenzar de nuevo en un mundo distinto (permadeath). Juegos como Hack seguían su camino, inaugurando un género de juegos “como Rogue”; Rogue-like en inglés.
Acercándonos al presente, en 2006 Dwarf Fortress (Tarn Adams)recuperaba la fórmula con un título freeware que no distaba mucho gráficamente de Rogue pero que sigue encandilando a jugadores a día de hoy. Spelunky supo adaptar en 2008 los códigos del roguelike a un género tan distinto como es el plataformas; los más puristas consideran a este y a los juegos que les seguirían como roguelite (siendo lite una versión acortada de light, ligero).
Desde entonces las etiquetas roguelike y roguelite se han visto asociadas a algunos de los juegos indie más interesantes de los últimos años: Nuclear Throne, Rogue Legacy, Risk of Rain, FTL o Don’t Starve son sólo algunos de los nombres destacados que han hecho de la aleatoriedad, las partidas únicas o la dificultad extrema sus señas de identidad.
Debo reconocer que antes del Binding of Isaac original no conocía el diseño roguelike, y si me lo hubiesen descrito es probable que no le hubiera prestado demasiada atención. Por aquel entonces pensaba que no había nada mejor que un nivel controlado al milímetro, una experiencia donde cada sensación hubiese sido anticipada por un diseñador de niveles teniendo en cuenta todas las posibilidades del entorno.
Un roguelike está en las antípodas de ese tipo de diseño. Se encomienda a la aleatoriedad para que materialice posibles escenarios que han ocurrido en la cabeza del creador, que sin embargo es incapaz de prever todas las posibilidades. Son juegos muy puros; el foco está en la propia mecánica, mientras que los mundos y los enemigos parecen surgir como respuesta a ella.
Es una apuesta arriesgada. Si diseñas unos niveles perfectos pero fallas aunque sea un poco en el núcleo, a los dos días el jugador se ha cansado. Toca las teclas adecuadas y tendrás un juego que puede durar años y años. Un sistema rígido es más fácil de controlar, pero uno flexible aumenta la capacidad de sorprender al jugador. Isaac entra en la segunda categoría. Demasiado aleatorio, que dicen sus detractores.
Una mala combinación de objetos te deja en la cuneta de manera casi automática; algunos de los mejores jugadores de Isaac abortan las partidas en los primeros niveles cuando creen que su personaje no va a dar la talla. Pero el sistema está preparado para esto. El objeto que puede darle un vuelco a la partida (para bien o para mal) siempre puede estar en la próxima puerta, a una casualidad de distancia. Un jugador novato aguanta hasta el final porque incluso si no sucede, seguro que aprenderá algo por el camino.
El proceso que lleva al jugador a interiorizar los sistemas es lo que podría parecer menos atractivo. No puedo odiar más el ensayo y error, y sin embargo me encanta cierto tipo de juegos en los que se avanza a base de morir mucho para recibir lecciones. Al intentar racionalizarlo sólo se me ocurre una explicación: lo que realmente me molesta es que se bloquee una parte de la historia tras un pico artificial de dificultad: una oleada de enemigos especialmente larga, enemigos con puntería imposible, incapacidad para defenderse… Cuando el juego me premia a seguir por el mero hecho de mejorar como jugador no sólo lo tolero, sino que soy el primero en engancharme.
Es una diferencia sutil, pero importante. Quizá el mejor ejemplo de un diseño de este tipo que funciona serían los Souls: prácticamente todos los enemigos y escenarios te enseñan algo. Qué decir de los jefes. En Dark Souls (From Software, 2011), Asylum Demon te enseña a esquivar, Taurus Demon a percibir las ventajas del entorno (o a luchar bajo las piernas del enemigo si eres poco atento), Bell Gargoyle a manejar a varios enemigos al mismo tiempo, Capra Demon a controlar el espacio, Orstein y Smough a priorizar objetivos… así con todos, hasta el mismísimo jefe final. Parry o muere.
Por muy difíciles y frustrantes que sean, uno continúa porque la recompensa no es una cinemática, sino la satisfacción de haber sido capaz de asimilar una serie de conceptos y ser capaz de aplicarlos en sucesivas partidas. Un buen roguelike no se conforma con lanzarte sucesivos niveles aleatorios: te va dirigiendo hacia determinados hábitos de juego, te enseña a leer las reglas abstractas que rigen el mundo y va lanzando de manera constante elementos que te obligan a replantear tu idea de cómo sobrevivir.
En el caso de Isaac, este proceso es aún más extremo: jugar bien requiere aprender los usos de todos los objetos, de experimentar con ellos cuando aún no sabemos de qué son capaces ni cómo van a combinar con otros. Uno de los momentos clave de Isaac es la primera vez que no coges un objeto voluntariamente: cuando has llegado a tal grado de conocimiento que eres capaz de tomar decisiones con libertad y no empujado por el miedo a no poder avanzar por falta de mejoras.
Isaac es especialmente aleatorio, y esa es su mejor cualidad. Su capacidad de sacarnos de nuestra zona de confort dentro de unos parámetros que por mucho que conozcamos nunca vamos a dominar, de tirar todas nuestras expectativas por la borda, de transformarnos lentamente en jugadores resilientes capaces de absorber cualquier modificación que nos echen sin perder la capacidad de ser sorprendidos.
Parte 2: El Alma de Isaac
Una primera aproximación a The Binding of Isaac parece negar la existencia de una narrativa más allá de una pequeña introducción. Ésta parece apuntar a que su creador, Edmund McMillen, odia la religión. El argumento del juego es tan simple que una madre enloquecida por los mensajes de profetas televisivos decide sacrificar a su propio hijo para demostrar su amor a Dios. ¿Qué otra interpretación puede tener una historia con un subtexto tan burdo y obvio?
El paso de las partidas da la sensación contraria. Las pocas pistas que dan las cortas cinemáticas van apuntando a que, por una parte, quizá Isaac no esté representando la historia como realmente sucede y, por otra, a que a cada paso vamos encontrando más y más referencias religiosas que enriquecen el universo del propio juego.
Los objetos son algo más que una parte necesaria de la mecánica: cuentan gran parte de la historia de Isaac. La cuchara de madera que nos hace correr más rápido, el uso secreto de la Biblia, los restos del gato Guppy o la ropa interior de Mamá van tejiendo una historia repleta de matices, lecturas e interpretaciones. Una vez empezamos a empaparnos de esta narrativa, el maniqueísmo de la cinemática inicial se esfuma pronto.
En realidad todo empieza con el propio argumento, que no es más que una adaptación de una de las historias más célebres del Antiguo Testamento: El Sacrificio de Isaac (The Binding of Isaac o La Atadura de Isaac en inglés).
Abraham, figura clave de las tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo e islam), es el elegido por Dios para fundar su pueblo varias generaciones después del Diluvio Universal. Sus descendientes serán llamados Israelitas. Dios le concede el milagro de tener un hijo cuando él cuanta con 100 años y su esposa con 90. Su primogénito (dentro del matrimonio) se llamaría Isaac.
Años después, Abraham tendrá que demostrar su amor por Él cuando recibe la orden de sacrificar a Isaac en un altar del Monte Moria. Allí se dirigen padre e hijo, a pesar de que el último no para de preguntar por qué no han traído ningún carnero para sacrificar. Abraham ata a Isaac al altar y se dispone a apuñalarle cuando un ángel le para en seco y le dice que ha superado la prueba de Dios. Un carnero queda atrapado en unas ramas secas por intervención divina para servir de sacrificio en su lugar.
Es una de las historias más retorcidas de la Biblia, sobre todo desde una visión actual, pero también una de las más evocadoras y sugerentes. Rembrandt, Rubens o Caravaggio (en dos ocasiones) inmortalizaron en sus pinturas este filicidio frustrado. McMillen se apoya en ella para reflejar el conflicto que supone para él la religión.
Como comenta en una entrevista, su familia era profundamente religiosa, pero vivían la religión de manera distinta. Por la parte de su padre se encontraban familiares metidos en una secta, que le instaban a abandonar su mundo creativo. Por parte de su madre, en cambio, tenían una perspectiva más reconfortante; las bendiciones que le daba su abuela le sonaban a Edmund como un hechizo protector.
A poco que se conozca La Biblia se puede ver que el trabajo de McMillen no es simplemente el de alguien que odia la religión sin conocerla más que de oídas. El cariño con el que va dejando referencias a pasajes oscuros y conocidos de la Biblia, desde la Eva del Génesis a la Prostituta de Babilonia del Apocalipsis, viene de alguien con un conocimiento más que notorio de las Escrituras.
Objetos como una cabeza de carnero o la propia Biblia le dan poder a Isaac, de la misma manera que lo logran objetos no sacros. Le permiten cambiar, transformarse en alguien distinto con mayor potencial. Le hacen crecer de maneras que ni se imaginaba, sin saber si ese ítem que cogió al principio del juego puede terminar siendo el factor desequilibrante. Convierten a ese bebé lloriqueante en alguien capaz de enfrentarse a cualquier desafío. Es una manera interesante de hablar, al mismo tiempo, de la influencia que ejerció en él la religión y del propio proceso creativo.
Dice François Ascher en su Diario de un Hipermoderno que el hombre actual es “multidimensional”: participa de una serie de esferas sociales donde se relaciona de distinta manera. En cada ámbito donde se mueve (grupos de amigos, trabajo, aficiones…) cambia códigos como lenguaje o actitud. La individualidad que buscamos no sería más que la suma de todas estas esferas: lo que nos hace distintos y únicos son los ámbitos de los que somos partícipes, de los que vamos obteniendo conocimientos y experiencias que nos terminan definiendo como personas.
Isaac es una tabula rasa que se fortalece a base de recibir estímulos de ámbitos diversos: la religión católica, las creencias paganas, los mitos nórdicos, el satanismo o lo terrenal, en su caso. La combinación de todos ellos generan en cada caso un personaje con habilidades radicalmente distintas. En el desarrollo del personaje no importa sólo el objeto encontrado: también en qué momento lo recibas y qué bagaje traigas cuando te lo encuentres.
La sinergia entre objetos es quizá lo que más diferencia al BoI original de Rebirth: en este último se han incluido más posibles combinaciones que generen cambios sustanciales, fomentando aún más esta idea de la confluencia de dimensiones del personaje como camino hacia la individualidad. Los posibles ítems que nos pueden tocar en el juego están definidos desde el principio: es la combinación de ellos la que logra que cada Isaac sea distinto. Siguiendo por el camino de la creatividad, podemos terminar el artículo volviendo al origen del juego.
Solemos asociar a las grandes obras y los genios que las crearon con los momentos “¡Eureka!”. Un momento de lucidez, de iluminación. La idea que surge de un encuentro casual que consigue que todas las piezas encajen de repente. La socióloga Albena Yaneva se pasó meses con el arquitecto Rem Koolhaas para documentarse sobre el proceso creativo. De su Made by the Office for Metropolitan Architecture: an Etnography of Design saca una conclusión: no solo esta idea es falsa, sino que pasa justo lo contrario.
Las obras surgen de un proceso de trabajo continuo donde es imposible distinguir qué momento supuso una inflexión. A los esbozos iniciales se le iban sumando trazos y más trazos, se le iban incorporando restos de antiguos proyectos que se habían quedado en un cajón, almacenados pero no olvidados. Tratar de desenmarañar la madeja de hilos que dan lugar al resultado final es imposible.
Isaac reconcilia a Edmund con su pasado, le demuestra que toda su experiencia con la religión no ha caído en balde, sino que ha marcado su personalidad y ha estado informando sus diseños, quizá sin ser consciente de ellos hasta que TBoI se lo ha mostrado de una manera directa. No creo que sea casualidad que este juego se desarrollase en medio de una crisis personal de McMillen, recién terminado Super Meat Boy (Team Meat, 2008) y enfrentado de nuevo al mayor miedo de un creativo: la página en blanco. The Binding of Isaac funciona como metáfora de la formación del artista, pero también de la manera en que el conocimiento informa la obra.
Podría seguir hablando de más temas: Eve y Magdalene como representación de la búsqueda de la identidad de género de Isaac, sus hermanos muertos y/o abortados, del sentimiento de culpabilidad que le lleva a viajar hasta el útero materno para autodestruirse. El mundo de Isaac es tan rico, denso y evocador que a poco que se busque salen temas dignos de protagonizar su propio texto. Esa es la agridulce lección que me queda al terminar el artículo: por mucho que escriba sobre él no voy a lograr quitármelo de la cabeza.
La entrada El cuerpo y la mente de Isaac es 100% producto Deus Ex Machina.