Aproveché la coyuntura de mi último viaje en AVE para leer la nueva carta encíclica papal: Laudato Si (descárguese o léase aquí). En internet podemos encontrar numerosos artículos que la resumen en diez, quince o veinte frases, o bien en alguna reseña inevitablemente marcada por el sesgo ideológico de quien la escribe; por ejemplo, la que está usted leyendo ahora. Yo recomiendo leer el texto, de 192 páginas, íntegro. No es prolijo, lo aseguro.
Casi al principio de la encíclica, Francisco I aclara quién es el destinatario de este texto: C ada persona que habita este planeta. En efecto, leerla completamente permite comprobar que es así. Es así porque el Papa es uno de los intelectuales más influyentes del mundo. Y porque Laudato Si no versa (apenas) sobre la Iglesia, sino sobre el planeta ("casa común"), el hombre y la vida.
Tras exponer brevemente el objeto, el autor hace ver que ya desde Pablo VI ha manifestado El Vaticano su preocupación por el desarrollo humano y su influencia sobre el ambiente. Francisco I sitúa sus antecedentes en esos pontífices, en el Patriarca Bartolomé y en nada menos que el misionero Francisco de Asís. Ello no significa, en modo alguno, que esta encíclica esté exenta de originalidad. Nunca la ICAR se había pronunciado tan explícita y contundentemente a favor de la protección del planeta, con las consecuencias que ello implica sobre el estilo de vida de todos y cada uno de sus habitantes.
Para comentar la carta, extraigo algunas frases destacables, pero no por ello fáciles de seleccionar. Insisto en que la lectura de unos pocos extractos aislados no sustituye la lectura del texto.
Toda propuesta sobre la protección ambiental que se precie debe considerar las consecuencias de, básicamente, tres cosas: la extracción de recursos naturales; el modelo de producción y de trabajo para utilizar o transformar esos recursos, y la producción de desechos, emisiones, efluentes, etc.
Es tentador pensar que la tecnología es solución suficiente, pero ya expliqué por qué no es correcto y me mantengo en esa tesis. La carta del Papa coincide con unas observaciones que deberían asumir todos de una vez: que las técnicas que reducen los problemas de contaminación, pese a su conveniencia y su indudable valor, no son suficientes. Si no abandonamos la cultura del descarte masivo que procede a un consumo masivo, las técnicas más limpias contribuirán a la (falsa) sensación de que el límite de los sistemas naturales está aún muy, muy lejos.
Todavía no se ha logrado adoptar un modelo circular de producción que asegure recursos para todos y para las generaciones futuras, y que supone limitar al máximo el uso de los recursos no renovables, moderar el consumo, maximizar la eficiencia del aprovechamiento, reutilizar y reciclar.
En cierto modo, esto es una expresión de las reglas de Daly. Y, por extensión, del Desarrollo Sostenible. Muchas personas de clase media piensan que sus transacciones no son importantes para la sostenibilidad o insostenibilidad de los sistemas naturales y/o humanos. Y creen que eso es cosa de los gobiernos y de los mercados. Craso error. Estamos perdiendo la oportunidad de brindar a las generaciones futuras un mundo mucho mejor, en parte, porque insistimos en satisfacer nuestras necesidades inmateriales con bienes materiales. A los gobiernos los elegimos nosotros, como votantes. A los mercados... también, como consumidores. Cada vez que adquirimos un producto que no nos aporta nada y acabamos abandonando, hemos contribuido innecesariamente a un crecimiento insostenible.
El drama del inmediatismo político, sostenido también por poblaciones consumistas, provoca la necesidad de producir crecimiento a corto plazo. Respondiendo a intereses electorales, los gobiernos no se exponen fácilmente a irritar a la población con medidas que puedan afectar al nivel de consumo o poner en riesgo inversiones extranjeras. La miopía de la construcción de poder detiene la integración de la agenda ambiental con mirada amplia en la agenda pública de los gobiernos.
De forma aislada, este pasaje puede hacer sospechar que Francisco I tiene intenciones antidemocráticas. ¿Defiende que unas entidades situadas al margen de la soberanía ciudadana mantengan unas políticas determinadas, para el pueblo pero sin el pueblo? ¿Incluso si la ciudadanía no quiere? No parece ser el caso: si la ciudadanía no quiere, no hay nada que hacer. Es de la ciudadanía de donde emanarán todas las decisiones necesarias; es la única vía posible.
Si los ciudadanos no controlan al poder político -nacional, regional y municipal-, tampoco es posible un control de los daños ambientales.
El buen cambio, por lo tanto, debe estar promovido por los ciudadanos. No puede estar tutelado de forma autoritaria por los gobernantes, lo cual sería algo así como confiar a la zorra la labor de cuidar las gallinas. Es impensable un modelo auténticamente estable y sostenible que no empiece por cada uno de todos nosotros. Por eso el mensaje es para cada persona que habita este planeta, no solamente para sus dirigentes.
En esta cuestión, el Papa ha sido duramente criticado por sectores conservadores americanos, simplemente por aceptar el consenso científico actual. Porque hay un consenso. Le dicen, en un modo que resulta hilarante, que él no debería abordar cuestiones científicas. Pierden de vista el hecho de que Francisco I, al igual que sus predecesores, está rodeado de científicos de una formación brillante. E incluso si no fuera así... ¿acaso el aceptar la evidencia, recogida en las más exigentes revistas científicas, tiene requisitos?
La humanidad está llamada a tomar conciencia de la necesidad de realizar cambios de estilos de vida, de producción y de consumo, para combatir este calentamiento o, al menos, las causas humanas que lo producen o acentúan.
Pero no todo vale contra el cambio climático. El mercado de bonos de carbono, en principio un incentivo para que las empresas opten por alternativas sostenibles, da lugar a situaciones profundamente injustas, como denuncia Carbon Trade Watch.
Algunas de las estrategias de baja emisión de gases contaminantes buscan la internacionalización de los costos ambientales, con el peligro de imponer a los países de menores recursos pesados compromisos de reducción de emisiones comparables a los de los países más industrializados. La imposición de estas medidas perjudica a los países más necesitados de desarrollo. De este modo, se agrega una nueva injusticia envuelta en el ropaje del cuidado del ambiente. Como siempre, el hilo se corta por lo más débil.
Una máxima que se repite a lo largo del documento es que a los países ricos les corresponde hacer mucho más sacrificios que a los países en vías de desarrollo o del Tercer Mundo. Podría parecer una observación guiada por el sentido común, algo evidente para todas las personas, pero... no, no lo es.
Todos los países de la Unión Europea, a la sazón, acordaron reducir sus emisiones de dióxido de cabono en un 20% hasta 2020. Porcentualmente es lo mismo para todos, pero la situación actual de Grecia (o la nuestra, mismamente) nos recuerda que no todos son iguales en la Unión Europea. Establecer el mismo porcentaje para todos los Estados miembros implica que Alemania cumpla su objetivo con una huella de carbono per capita un 30% superior a la de España. ¿Cuál es la justificación para eso?
Mapa de la huella de carbono per capita. Actualmente, China debería figurar de color amarillo, pero no naranja.
Austria, Alemania, Bélgica, Países Bajos y Dinamarca podrán seguir contribuyendo más al efecto inv, relativamente a su número de habitantes, que Italia, España, Portugal y Polonia, pero todos ellos podrán decir que cumplen los objetivos. Del mismo modo que hay una progresividad en el impuesto sobre la renta, de tal suerte que a quien más posee le corresponde pagar un porcentaje mayor (en teoría, al menos), debe haber una progresividad en las limitaciones de las emisiones a la atmósfera. Y por las mismas razones.
A lo largo del documento, la necesidad en la que más insiste Francisco I es la de una auténtica cooperación internacional. Sin embargo, lo que a menudo se disfraza de cooperación es la imposición o demanda de condiciones a países pobres por parte de países ricos.
Es perverso pretender proteger los excesos de los países desarrollados mediante la limitación al desarrollo del resto. Pero el mensaje, me temo, ha calado hondo. Han conseguido que pensemos que el principal contribuyente al cambio climático es China, cuando sus emisiones de CO2 per capita es unas tres veces menor que la de Estados Unidos (sencillamente, su población es más de tres veces la estadounidense). Por supuesto, en la medida de lo posible, China debe apostar por las energías renovables y, sobre todo, combatir el smog en varias de sus ciudades. Pero pintarlo como el mayor responsable del efecto invernadero por tener la mayor población es, cuando menos, falaz.
Para afrontar los problemas de fondo, que no pueden ser resueltos por acciones de países aislados, es indispensable un consenso mundial que lleve, por ejemplo, a programar una agricultura sostenible y diversificada, a desarrollar formas renovables y poco contaminantes de energía, a fomentar una mayor eficiencia energética, a promover una gestión más adecuada de los recursos forestales y marinos, a asegurar a todos el acceso al agua potable.
Ahí tenemos una de las más importantes demandas del futuro: cooperación a nivel mundial. La excesiva obcecación con las fronteras, el pretexto fácil de echarle la culpa a otro país, no vale. Ya no.
La especialización propia de la tecnología implica una gran dificultad para mirar el conjunto. La fragmentación de los saberes cumple su función a la hora de lograr aplicaciones concretas, pero suele llevar a perder el sentido de la totalidad, de las relaciones que existen entre las cosas, del horizonte amplio, que se vuelve irrelevante.
El abandono de la ultraespecialización es una de las demandas del panorama laboral actual, afortunadamente. El futuro pertenece a científicos que sepan seducir a los clientes, a comerciales con conocimientos técnicos, a profesores que nunca dejan de aprender, a gente que no renuncia al saber que queda fuera de su trayectoria. No cambiará el mundo quien sea el mejor únicamente en un tema, sino quien sea bueno en muchos temas y sea capaz de visualizar cómo interactúan, cómo pueden relacionarse las distintas disciplinas.
Aún hoy, por desgracia, no faltan los profesores que se sorprenden, y no positivamente, cuando un alumno externo escoge su asignatura libre u optativa, o bien acude a un seminario que queda fuera de su campo de estudio principal. Piensan que sus alumnos yerran al diversificar su potencial, como si la mera insistencia en un tema determinado se tradujera en mejores resultados. Pocas cosas hay más tristes que un profesor que renuncia a actualizarse.
Para que siga siendo posible dar empleo, es imperioso promover una economía que favorezca la diversidad productiva y la creatividad empresarial. [...] Para que haya una libertad económica de la que todos efectivamente se beneficien, a veces puede ser necesario poner límites a quienes tienen mayores recursos y poder financiero.
Dado que cito extractos, para evitar la ambigüedad debo contar cómo se hila este párrafo. Dice Francisco I que el dar dinero directamente a los desempleados es una solución transitoria, pero la meta última debe ser la consecución del trabajo. Por trabajo, además, se tiene un concepto amplio, de modo que incluso escribir esta entrada lo sería.
Aunque el Papa no establece lo que entiende por libertad económica, es inferible que su definición no coincide con la de la doctrina liberal (una definición exclusivamente negativa: ausencia o minimización de restricciones). Solamente así se explica que considere que esta libertad puede estar favorecida por la existencia de límites al enriquecimiento de los más pudientes.
Del mismo modo que los gobiernos deben incrementar los impuestos y las restricciones a quienes tienen mayores recursos, no se puede pretender que las personas de bajo o medio poder adquisitivo tengan unas restricciones similares. Emprender debe ser más ágil y rápido, y no es admisible el tener que contar con licencias que tardan un tiempo inaceptable en expedirse para abrir un negocio.
Los límites que debe imponer una sociedad sana, madura y soberana se asocian con: previsión y precaución, regulaciones adecuadas, vigilancia de la aplicación de las normas, control de la corrupción, acciones de control operativo sobre los efectos emergentes no deseados de los procesos productivos, e intervención oportuna ante riesgos inciertos o potenciales.
Nótese que la encíclica, al enumerar los límites necesarios, no incluye el demográfico. No es una omisión accidental y es mi desacuerdo fundamental con el texto. Más tarde, Francisco I escribe:
Culpar al aumento de la población y no al consumismo extremo y selectivo de algunos es un modo de no enfrentar los problemas.
Claro está que la Iglesia se opone frontalmente a políticas de planificación familiar y salud reproductiva, que consideran ingeniería social. Abordaré en una futura entrada la cuestión de si se puede compatibilizar el aumento de la población mundial con el desarrollo sostenible.
Es un error disociar la crisis ambiental y la crisis social. También es un error disociar sus posibles soluciones. Los daños sobre el medio ambiente no repercuten únicamente en cómo se ve un paisaje, en cuán limpio queda un pueblo o en lo bien que huele el aire que respiramos. El abordar la cuestión ambiental por la parte más superficial demuestra una ignorancia imperdonable, a menudo intencionada. De hecho, el consumo excesivo de recursos naturales, la contaminación de las aguas y otras acciones tienen un impacto terrible en las regiones menos desarrolladas.
El ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no podremos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tienen que ver con la degradación humana y social. De hecho, el deterioro del ambiente y el de la sociedad afectan de un modo especial a los más débiles del planeta: "Tanto la experiencia común de la vida ordinaria como la investigación científica demuestran que los más graves efectos de todas las agresiones ambientales los sufre la gente más pobre."
Por ejemplo, las consecuencias del cambio climático, cuyos mayores causantes son los países ricos, se notan de forma más desastrosa en múltiples regiones de África, arruinando cultivos y amenazando la biodiversidad. Algunas empresas con gran presencia internacional y pocos escrúpulos utilizan los países del Tercer Mundo como vertedero, aprovechando su supuesta contribución a esos países para hacer lo que las leyes del Primer Mundo les prohibirían.
Ademas, nuestra incapacidad para pensar seriamente en las futuras generaciones está ligada a nuestra incapacidad para ampliar los intereses actuales y pensar en quienes quedan excluidos del desarrollo. No imaginemos solamente a los pobres del futuro, basta que recordemos a los pobres de hoy, que tienen pocos años de vida en esta tierra y no pueden seguir esperando.
Las medidas a tomar para proteger la casa van de la mano con las medidas para proteger a sus inquilinos. Con frecuencia, son las mismas. Cuando leí por primera vez Los límites del crecimiento, me di cuenta de cuán relacionado está el bienestar humano con el medio ambiente.
Por otro lado, cuando hablamos de asegurar un futuro aceptable para los que están por venir, resulta absurdo asumir que queremos un futuro aceptable para una pequeña parte de los que están por venir. El desarrollo sostenible implica perseguir la seguridad alimentaria y la seguridad energética en todas las regiones del planeta.