El cuidadoso joven, tomó unas diminutas pinzas. Recogió con un cuidado inmenso un pequeño engranaje que reposaba en un pañuelo, sobre la impoluta mesa. Lo acercó lentamente hacía la caja de mecanismos abierta de un viejo reloj. Era la pieza clave. La última e imprescindible pieza.
Acercó una lupa a su ojo izquierdo y terminó la operación.
Falló. El pequeño engranaje se le resbaló. Bajó contorsionándose entre la delicada maquinaria y se perdió. Se quedó quieta. Descansando bajo milímetros de compleja maquinaria.
Sería imposible recuperarla sin desmontar completamente el reloj.
El trabajo de una semana perdido.
El cuidadoso joven no se enfado. No gritó. No maldijo. No lanzó objetos contra la pared.
Se levantó. Se pasó un pañuelo por la cara para secarse el sudor. Se dio cuenta de que necesitaba afeitarse.
Miró a su alrededor y vio su habitación. La cama sin hacer, ropa tirada por el suelo, polvo en los rincones y en medio de todo aquel desorden, su mesa.
En un extremo una pequeña pila de libros cuidadosamente alineados. En el otro unos cuantos relojes en su lugar exacto. En el centro, el reloj que acababa de dejar, descansando sobre un pañuelo sin una sola arruga. A su alrededor, diminutas tenazas, pinzas y destornilladores.
Ni una mota de polvo.
Al cuidadoso joven no le gustaban los contrastes.
A la luz de ese hecho, tenia dos opciones. Desordenar su mesa u ordenar el resto de la habitación.
Se decanto por la última opción.
Hizo la cama, recogió la ropa sucia y barrió hasta el mas pequeño rincón de su cuarto.
Una vez hubo terminado, entró en el baño. Se mojó la cara y comenzó a afeitarse. Unos cuantos gestos rápidos y precisos. Un poco mas de agua. Listo.
Miro su reloj, tras cuyas agujas podía ver la maquinaria moviéndose graciosamente. Esto le produjo una pequeña alegría.
Esta, fue sustituida tan solo un segundo después por una pequeña angustia. Las manecillas del reloj le decían que le quedaban tan solo unos minutos. Tras ellos, frío, ruido, suciedad, desorden. La calle.
Tras cuatro horas de clases volvió a su habitación. Ya estaba oscuro. Recogió de su carpeta unos folios. Le agradaron. Cubiertos de finas y delicadas letras, agrupadas en rectas lineas que a su vez se colocaban ordenadamente para formar párrafos. En un pequeño rincón de su mente, donde su ego dormía, los consideraba una pequeña obra de arte. Algo bello
Abrió un archivador sobre su estantería y los colocó allí. Exactamente tras los que había puesto el día anterior.
Se sentó en su silla y encendió el flexo. Tenía las manos sobre las piernas. Sus ojos se posaron sobre el reloj abierto. No le agradaba. No era armónico.
No le disgustaban las horas que tendría que pasar desmontándolo y volviéndolo a montar. No era eso. La mente del cuidadoso joven se puso a pensar en su disgusto.
Tras cierto tiempo, comenzó a escuchar un pequeño rumor. Levanto la vista. Vio a sus relojes. Moviendo las manecillas. Cada uno a su ritmo. Con diferencias de décimas de segundo.
Después de todo, sus queridos relojes no eran perfectos.
El cuidadoso joven coloco una mano sobre la mesa. No pensó. No recibió ninguna orden de su mente. Actuó por el algún rincón mucho mas primitivo y salvaje.
Movió su mano arrastrando el reloj en el que había estado trabajando. Cayó. Sus pequeñas piezas se esparcieron por el suelo. En desorden. Algunas incluso rodaron unos centímetros, antes de caer rendidas de lado.
El cuidadoso joven estaba sorprendido. Incluso abrumado. La noche triste y monótona, como todas las noches, pegó un salto, reventó en una fulgurante e inexplicable lluvia de millones de colores. Colores que no recordaba. Colores que ni siquiera sabía que existían.
Al cuidadoso joven le agrado. Al cuidadoso joven le pareció bello.
El cuidadoso joven, bueno, dejó cuidadosamente sus relojes reducidos a chatarra.
Silvestre Santé